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Divorcios: nos casamos, pero ¿para toda la vida?

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En Argentina, las personas nos podemos divorciar desde 1987 y sin alegar causas ni tener que esperar a que pase determinado tiempo desde el 2015. La ley 23.515 se sancionó un 3 de junio –poco tiempo después de que el país volviera a vivir bajo un sistema democrático– y se promulgó nueve días después. A 38 años de la conquista de este derecho, ¿las mujeres nos apropiamos de esta decisión?  ¿A los 50 años es tarde para divorciarse?

Diseño de portada: Taiel Dallochio


El divorcio seguía estando mal visto cuando llegó la sanción de la Ley. Este cambio no solo fue fundamental para cumplir con las demandas de una sociedad que ya conformaba sus vínculos de otra manera, sino que también marcó una bisagra en el establecimiento de las parejas que, hasta ese momento, se casaban “para toda la vida”. Una frase que resuena en las entrañas de cualquiera y que tiene un significado concreto: el sagrado matrimonio. En las últimas décadas las mujeres no solo nos empoderamos con este derecho conquistado; lo hicimos propio. Somos nosotras, en la mayoría de los casos, las que tomamos esta decisión con el objetivo de reordenar nuestra situación civil y, muchas veces, lo hacemos pasados los 50 años con el fin de comenzar una nueva vida.

Según información de la Dirección General de Estadística y Censos de la Ciudad de Buenos Aires, y comparando los cambios producidos en la última década: si bien disminuyeron la cantidad de divorcios (6594 en 2010 y 5.564 en 2023), el rango etario donde mayormente se producen también se modificó: cuando antes las edades más frecuentes eran entre 30 y 49 años, ahora sucede entre 40 y 59 años. Además, también son más las personas que se divorcian por segunda vez. 

Lo llaman “divorcio gris”, un término que al parecer fue utilizado por primera vez por la Asociación Estadounidense de Personas Jubiladas, y que refiere a aquellos que ocurren pasada la quinta década. Y si bien se podría considerar que al llegar a esa edad uno ya no tomaría una decisión así, por lo contrario, es un camino cada vez más elegido debido a un dato que no es menor: la expectativa de vida fue aumentando y hay tiempo para transitar nuevas experiencias. En 2024, este dato en Argentina se situó en 77,5 años, de acuerdo con información brindada por la Organización Panamericana de la Salud, cuando en el año 2000 era de 73,9. Esta cifra coloca al país por encima del promedio regional y evidencia una tendencia de crecimiento constante durante las últimas décadas. 

Pero, ¿qué hace a las mujeres tomar esta decisión? Pensemos un poco. No solo cambió la cantidad de años que las mujeres vivimos, también se reformularon los formatos en que esa vida se plantea. Hace 30 o 40 años atrás, para la mujer había un solo modelo de felicidad exclusivamente al lado de su marido e hijos. Hoy en día esa esa expectativa se plantea en otros términos: rodeada de amistades, con una profesión o carrera en plena etapa de crecimiento, con nuevas experiencias por delante o simplemente con ganas y tiempo para dedicarle a otra cosa que no sea la familia. Las bases sobre las que se establecen los vínculos también cambiaron y, tal vez, las reglas dentro de los matrimonios monogámicos quedaron algo obsoletas. 

Iglesia y Estado, ¿asuntos separados? 

La Ley de divorcio fue un paso histórico que reflejó los cambios sociales y culturales que se venían gestando desde hacía años. Aunque hoy parezca un derecho consolidado, la posibilidad de divorciarse en Argentina atravesó décadas de idas y vueltas políticas y religiosas. El primer hecho concreto fue en 1954, durante su segundo mandato, cuando Juan Domingo Perón promovió una reforma legal que habilitó por primera vez el divorcio vincular; es decir, la posibilidad de disolver legalmente el vínculo matrimonial y volver a casarse. Esta ley formó parte de un paquete de medidas laicistas impulsadas por el gobierno peronista, que buscaban reducir la influencia de la Iglesia en asuntos civiles.

Sin embargo, tras el golpe de Estado que derrocó a Perón en 1955, la norma fue rápidamente derogada por el nuevo gobierno militar, que restableció la prohibición del divorcio vincular, alineándose con la postura de la Iglesia Católica que defendía el matrimonio “para toda la vida”.

Hubo que esperar más de tres décadas para que, en 1987 ya en democracia, se sancionara finalmente la Ley 23.515. Una medida que consagró el divorcio vincular en el país, permitiendo a las personas no solo separarse legalmente, sino también volver a contraer matrimonio si así lo deseaban. 



Pero esta conquista tampoco fue sencilla. En 1986, mientras el país celebraba la Copa del Mundo ganada por la Selección, se empezaba a debatir con fuerza la posibilidad de legalizar nuevamente el divorcio vincular. Las discusiones habían comenzado dos años antes, pero la sociedad seguía profundamente dividida. Argentina era por entonces uno de los pocos países del mundo donde no existía la opción de volver a casarse, una situación que mantenía a casi tres millones de personas separadas, pero atadas legalmente a un vínculo que ya no existía. 

La Iglesia Católica, obviamente, era quien encabezaba la postura más opositora, organizando marchas multitudinarias en distintas provincias, bajo consignas que con el diario del lunes nos suenan bastante parecidas a lo que se dijo con la legalización de la Interrupción Voluntaria del Embarazo. En las columnas más movilizadas se pregonaba la idea de que la aprobación era destrucción de la familia. A la resistencia eclesiástica se sumaban sectores como el Sindicato de Amas de Casa y la Liga de Madres de Familia. Finalmente y pese a las presiones, en junio de 1987 se sancionó la Ley 23.515, marcando un antes y un después en la vida privada y pública de millones de argentinas y argentinos.



“Cuando salió la ley de divorcio vincular en Argentina, yo tenía 24 años y estaba recién casada”, cuenta una de las mujeres que es parte del capítulo “¿Quien no se divorció una vez en su vida? ¡Asesorate bien!”, de La Espiral, un podcast de adultas mayores que hablan sobre distintos temas que las convoca. “Unos días antes de que salga la Ley la Iglesia convocó a una marcha en contra (...) yo estaba en esa marcha. Me impresiona eso, verme hoy en esa marcha completamente convencida de lo que iba a reclamar. Yo tenía dos mandatos, o dos creencias: uno era que yo iba a estar casada toda la vida con ese hombre, el segundo, peor, era que si yo algún día me tenía que separar, no tenía derecho a casarme”, añade.  



Las cosas por su nombre

Fausta tiene 62 años, es psicóloga y fue pareja de José durante 14 años. En el 2004 se separó y ese mismo año fue a consultar a un abogado. Al encontrarse con una asesoría que poco la representaba, decidió desistir de la idea y recién se terminó divorciando en el 2017. “Me hablaba de una forma que no tenía nada que ver con el vínculo que yo tenía con el que en ese momento era mi pareja. Parecía que quería sacar ventaja y, como no me representaba, terminé dejando ese plan de lado porque en ese momento no me sentía cómoda”, relata a Feminacida

Trece años después retomó ese plan, con las ideas más claras, los sentimientos menos a flor de piel, pero con la sensibilidad de siempre: “Yo fui la que se lo planteó a José y él lo tomó muy bien, aunque me dijo que lo movilizaba. Pero en ese momento, como hacía mucho tiempo que no estábamos juntos, las cosas se dieron de otra manera. Fue un proceso muy amoroso”, cuenta Fausta. Para ella la posibilidad de divorciarse fue una forma de poner las cosas en su lugar, de llamarlas por su nombre: “Sentí algo muy placentero al divorciarme, porque me pasó que en muchas oportunidades al hacer trámites me decían ‘para la ley vos estás casada’. Entonces, yo sentía la necesidad de decir que no, que ese no era mi estado civil real”.

Sobre el peso de los mandatos a la hora de tomar esta decisión, Fausta confiesa que los tiene más ligados a la separación que al divorcio. “Yo me casé convencida que era el amor de mi vida, vivía en una familia donde estaba instalado el modelo ‘hasta que la muerte nos separe’, con parejas donde realmente hubiera amor, pero con muchos mandatos patriarcales”. A ella le llevó tiempo entender que algo había empezado a resquebrajarse, pero con los años pudo dilucidar qué cosas de ese modelo de pareja le resultaban oprimentes.

Para Fausta, si bien tenía la ilusión de un amor para toda la vida, siempre fue consciente de que la separación era una posibilidad. Luego de atravesarlo y considerando su profesión, ella pone en valor el cuidado de la salud mental: “Realmente esto es un proceso que requiere acompañamiento porque después implica construir un nuevo proyecto de vida. Yo hacía terapia en ese momento y me ayudó muchísimo porque era muy nuevo con lo que me encontré. Era todo mi mundo resignificado”. 

Derecho a vivir una nueva vida

Julieta tiene 37 años. Se casó con Leo a los 27. Estuvieron de novios dos años cuando decidieron cambiar su estado civil. El divorcio fue un proceso difícil al principio, sobre todo por los miedos económicos y las presiones sociales. Julieta tenía una mejor posición económica que Leo, entonces la división no fue sencilla. “Él estuvo viviendo en casa medio año más después de que nos separáramos porque no estaba bien económicamente como para irse a alquilar en otro lugar rápido”, comenta a Feminacida

Sobre cómo se dieron las cosas, Julieta cuenta que identificó en poco tiempo que los mandatos sociales que ella creía que no tenía en realidad pesaban mucho más de lo que imaginaba, pero aún así había incógnitas dentro de ella que no pudo esquivar. “Me encontré a los 35 preguntándome si esa vida que llevaba era realmente la que quería para mí o la que se suponía que tenía que querer”, sostiene. En su familia el matrimonio es una institución con características estables: “Mis papás llevan más de 40 años juntos, y aunque siempre me apoyaron, sentía inconscientemente que iba a romper algo en ellos si me divorciaba. Como si estuviera traicionando la idea de familia que me enseñaron. Tenía miedo de fallarles”.

Para ella, divorciarse fue más que disolver un matrimonio: fue un acto de libertad y de romper con mucho más que una pareja. “Hoy me acuerdo que me daba vergüenza contar que me estaba separando y me río. Realmente sentía que había fracasado, que iba a decepcionar a mi familia. Me parece tremendo cómo por más de que en estos años hemos deconstruido mucho la idea de familia, hay cosas que siguen pesando”. 

Cuando Julieta quiso iniciar el trámite, directamente decidió buscar a una abogada feminista porque no quería pasar por malas experiencias, ya que sentimentalmente no se sentía preparada. Su divorcio sucedió en 2023, luego de tres años de estar efectivamente separada. “Siento que fue formalizar una situación que ya había sucedido”, agrega mientras también cuenta que hubo momentos muy ríspidos de los que prefiere no dar detalles. 



Más allá de una ley

La última modificación de la ley de divorcio vincular fue en el 2015 en donde, en líneas generales, se suprimió la necesidad de señalar culpables ni cumplir plazos mínimos de separación y se permite que cualquiera de las dos personas pueda solicitar el divorcio de manera individual. Además, quien lo pida debe presentar una propuesta sobre cómo se resolverán cuestiones como la división de bienes, el cuidado de hijos e hijas, la cuota alimentaria y otros efectos derivados de la disolución del matrimonio.

Actualmente, el gobierno de Javier Milei envió al Congreso un proyecto de ley para habilitar el divorcio express, es decir que, en caso de que las partes estén de acuerdo, sea un trámite administrativo y no judicial. 

Si bien a nivel local no hay información certera al respecto, existen informes a nivel global que muestran que en los últimos diez años hay una tendencia en aumento de divorcios iniciados por mujeres. Y si bien las cifras no cuentan toda la historia, evidencian un cambio de paradigma: cada vez más mujeres priorizan su bienestar emocional, su desarrollo personal y su autonomía económica; incluso si eso implica romper con la imagen de familia tradicional.

El fenómeno no solo afecta a quienes cruzan los 50. También a mujeres más jóvenes, como Julieta, que empiezan a cuestionar sus vínculos desde etapas más tempranas y que pueden ver el divorcio no como un fracaso, sino como una decisión consciente para vivir de acuerdo a sus propios deseos. El asesoramiento correcto es clave. “Aunque ya pasó casi una década, todavía hay muchas parejas que no se divorcian por falta de información”, asegura la abogada Noelia Prado Sanchez en esta nota para Feminacida. 

En una época donde la expectativa de vida se alarga y los proyectos vitales se multiplican, ya no parece extraño pensar en una nueva vida pasados los 50. Para muchas mujeres, divorciarse no es un final, sino la posibilidad de redefinir quiénes son y qué quieren, sin la obligación de ajustarse a mandatos que ya no las representan y sin importar la edad. Lo que antes se vivía con vergüenza o se ocultaba por temor al qué dirán, hoy empieza a narrarse en voz alta, con orgullo y con la convicción de que elegir separarse es volver a comenzar.

Pero todo avance cultural aún convive con tensiones más profundas. Aunque las leyes acompañen, siguen pesando las expectativas familiares y sociales, y todavía queda un largo camino para que el divorcio deje de percibirse como sinónimo de fracaso. Quizás el verdadero desafío sea aceptar que los vínculos, como las personas, pueden transformarse, y que a veces la decisión más valiente no es quedarse, sino animarse a empezar de nuevo.

*Los nombres de las y los protagonistas de las historias de esta nota fueron colocados de forma ficticia para resguardar su identidad.



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