La Marcha del Orgullo del 2025 en Buenos Aires fue para muchas personas una versión desteñida de lo que había sido la marcha antifascista del 1 de febrero en Parque Lezama. Se escuchó más de una vez eso de que “estuvo apagada”, “faltó fuerza” y por sobre todo que “faltaron carteles con consignas”. Sin embargo, yo percibí algo distinto. Sí, fue distinta, pero también fue masiva, porque considero que hubo más gente que en el 2024.
Aquel año muchas personas conocidas me dijeron que tenían miedo de ir: el miedo a salir, el miedo a que te graben los libertarios para caranchearte en sus redes sociales, el miedo a que te metan presa por estar en la calle como le sucedió a tantos y tantas en el tratamiento de la Ley Bases. A eso se sumaba la amenaza de lluvia, que se volvió casi una metáfora de esa época. Este año, en cambio, llovía menos afuera que adentro: la bronca seguía, pero algo en la atmósfera cambió.
La Marcha del Orgullo del 2025 no fue apagada: fue agotada. Fue la expresión de una comunidad que lleva dos años resistiendo a un gobierno que sistemáticamente vacía, desfinancia y ataca todos los espacios que construimos con décadas de lucha. La derecha radical entendió algo: no hace falta derogar leyes si podés vaciarlas de presupuesto, si utilizás excusas para que no se realicen los trámites, como ser, el cambio registral de la ley de identidad de género. No hace falta prohibirnos si podés silenciarnos por cansancio.
Y en medio de ese desgaste, aparecieron ellos: los gays de derecha, o como les digo yo coloquialmente, las marifachas desclasadas.
El 26 de octubre salieron del closet político y comunicaron en sus redes sociales que habían votado a La Libertad Avanza. Sí, los mismos que se quejan de que la marcha es política. Los posteos en Twitter no se hicieron esperar y, a modo de camaradería peneana, no solo se felicitaban sino que comenzaron a destilar discursos transfóbicos. Personas dentro de la comunidad que se sienten exentas de la discriminación por tener una prepaga, un trabajo formal y un monoambiente en la Ciudad de Buenos Aires.
Stefanoni lo explica muy bien cuando analiza el fenómeno de los gays nacionalistas en Europa: las extremas derechas lograron venderles la idea de que el enemigo no es el neoliberalismo ni la desigualdad, sino “el otro” (los inmigrantes, el islam, el progresismo). En esa ecuación simplificada, la derecha radical aparece como una defensa del “modo de vida occidental” donde los gays, paradójicamente, se sienten más seguros. No por convicción ideológica, sino por miedo al diferente. Porque ellos no se sienten diferentes.

En Argentina, ese desplazamiento se traduce distinto. Lo que observamos no es tanto un “gay de derecha” en sentido europeo, sino un gay antikirchnerista, que rechaza lo que percibe como una “politización excesiva” del movimiento LGBTIQ+. Marentes lo explica con precisión: hay un desencanto profundo con la política partidaria y una admiración por la meritocracia. El clásico discurso de “ a mi nadie me regaló nada”.
Estos varones cis disocian su orientación sexual de cualquier marco político. No quieren ser “militantes”, quieren ser “ciudadanos de bien”. Ven su identidad como un rasgo privado, no como una forma de resistencia política. Por eso les molesta cuando una marica es efusiva, amanerada, “colorida”. Eso les excede, es demasiada libertad para el status quo al cual pretenden pertenecer y que así y todo nunca lo lograrán simplemente por no ser heterosexuales. Y así como si nada abrazan el relato liberal-conservador: “que el esfuerzo valga la pena”, rezaba La Libertad Avanza en campaña, y ellos le hicieron caso.
Lo más peligroso es que creen que están defendiendo su libertad cuando en realidad defienden su privilegio dentro de una comunidad sin privilegios. Confunden libertad con consumo. Su diferencia con el resto no está en la identidad, sino en el estilo de vida. Adaptaron (o fueron adoctrinados) bajo el mensaje de que todo debe pasar por el tamiz del mercado, si es redituable, si es productivo, “significa que estoy incluido en la sociedad”. Ahí entra la clase: muchos de estos varones cis encuentran en la estética prolija y aspiracional de ciertos sectores de derecha una forma de distinción social frente a lo “popular” o “militante”, que asocian con el kirchnerismo, o con lo zurdo.
Se sienten aceptados porque piensan que tienen algo que los salva: un título, un alquiler, ahorros en dólares, un auto, o nimiedades como una cuenta verificada. Pero el sistema los usa igual: les promete respeto mientras recorta el presupuesto de salud, de educación, de cultura, y también de diversidad. No hace falta criminalizarlos: basta con desfinanciarlos.
Esa es la gran trampa del neoliberalismo: hacerte creer que con tan solo poder casarte ya alcanzaste todos los derechos sin importar las otras personas que forman parte de tu colectivo.
Entonces, cuando dicen que la Marcha del Orgullo de este año fue “apagada”, pienso que lo que realmente está apagándose es la conciencia dentro del propio colectivo. Conciencia de clase, conciencia del que está al lado o alrededor.
En esta época de Free Riders, el “salvese quien pueda” está de moda. No se trata solo de celebrar quiénes somos, sino de entender desde dónde hablamos. Porque si algo demuestra este presente, es que el orgullo sin política se convierte en marketing. Desde que asumió la derecha radical, las empresas no cambian sus imágenes de perfil con colores de la bandera LGBTIQ+ porque ya no es necesario caretearla, inclusive está mal visto para el mercado.
Por eso, sigo creyendo que la marcha fue importante. No porque haya sido perfecta ni porque haya tenido la energía de Parque Lezama en febrero, sino porque, incluso en este contexto, seguimos ocupando el espacio público. Seguimos existiendo a la vista. Seguimos sabiendo que somos seres políticos.
Esta Marcha del Orgullo fue un resultado del momento que se está viviendo: una comunidad agotada, preocupada por la pérdida constante de derechos, con gays infiltrados de derecha que van a la marcha (a pesar de quejarse por estar politizada), de militantes que no van con carteles por miedo a ser doxxeados y hostigados por los influencers de la derecha radical, pero llevando sus consignas en la piel por medio de signos: colores, atuendos, expresiones corporales, etc.
La Marcha del Orgullo mostró una foto de nuestras fuerzas, nuestras grietas, nuestras contradicciones. Y también mostró que hay sectores de la comunidad que se sienten cómodos en el relato meritocrático del gobierno, creyendo que el odio se puede evadir si se lo direcciona a los sectores más vulnerados de la comunidad.
Pero la historia enseña otra cosa: los derechos que no se defienden, desaparecen. No se los lleva una ley, se los lleva el silencio. Y esa, justamente, es la estrategia del poder hoy: que nos callemos, que nos cansemos, que nos fragmentemos.
Por eso, más que apagada, la Marcha del Orgullo fue un punto de reflexión: seguimos de pie, resistiendo, con el pesar de descubrir enemigos internos, pero con la tranquilidad de saber quienes son. Enemigos que se piensan viviendo en una realidad que les es ajena.
Diseño de portada: Taiel Dallochio


