Desde la reforma universitaria en Córdoba, pasando por la Juventud Peronista, hasta la militancia armada de los 70'. De la radicalización a la primavera democrática del 83' que heredaron los universitarios post 2001 y retomaron las feministas de la ola del 2015. La juventud y su organización política, el movimiento estudiantil como norte para pensar la democratización del saber. En Argentina la escisión “¿jóvenes?, izquierda” supo explicar las tendencias electorales en este sector etario de forma mayoritaria por décadas.
¿Quiere decir esto que los jóvenes siempre fueron de izquierda? No, las generalizaciones arrugan la ropa y suelen reproducir sentidos comunes carentes de sustento científico. Sin embargo, la tendencia era innegable. Allí donde acontecieron revueltas, revoluciones, reformas y disputas por algún sentido, mayoritariamente aparecía la juventud. Como sujeto político protagonista o como adherente al evento en cuestión, la juventud y las ideas de progreso e izquierda se convirtieron en arquetipo y estereotipo que la política buscó reproducir hasta el cansancio. “Agendas de juventud”, “eventos para la juventud”, “secretaría de la juventud”. En un sólo movimiento verticalista ordenador la “alta política” intentó, desde la vuelta de la democracia y desde todos sectores, hacerse del apoyo de un electorado que -en su imaginario- construían asociado a ideas preconcebidas sobre lo que implica “ser joven”.
Pero, ¿qué significa “ser joven” en Argentina y en 2025? Para contestar la pregunta bastaría hacerse de una herramienta, que a veces se ignora en las oficinas de quienes definen estrategias electorales y políticas públicas: escuchar y observar. En 2023, 7 de cada 10 menores de 20 años votaron a Javier Milei, según distintas estadísticas. Un dirigente conservador, que reivindica la batalla cultural contra la progresía “woke”, con propuestas y políticas económicas ortodoxas y neoliberales.

Esa primera elección dejó atónitos a varios. Pocos vieron venir la irrupción del “outsider” (aunque ya oficiaba de diputado para entonces). Y mucho menos; nadie imaginó que la fortaleza del partido violeta emergiera de las filas más púberes del electorado argentino. Con naturalidad y algo de soberbia, emergieron todo tipo de hipótesis justificativas. “Los jóvenes se volvieron de derecha”, “están hartos de todo y votan con bronca o para burlarse del sistema”, “Milei sabe manejar las redes sociales”.
Con el diario del lunes y dos años de gobierno libertario a cuestas, toca reinventar algunas lecturas. Para algunos fue fácil trazar una linealidad argumentativa que optaba por cristalizar a la juventud como enajenada de la vida política y dispuesta a “romper todo”. Para otros la argumentación que margina y castiga al electorado por presunta ignorancia en el ejercicio de su voto lejos está de comprender la complejidad de donde vive “lo político”. Una Argentina atravesada por la crisis económica, la alta inflación, el poder adquisitivo destruido, donde la informalidad laboral crecía, donde aconteció una pandemia. Con encierro, con auge en el uso y exceso del uso de la digitalidad. Una Argentina muy distinta a la jamás vista emergió hace años ante los ojos de quienes elegían creer que nada podía cambiar demasiado, aunque en las estructura estaba cambiando todo.
Sin embargo, distintas consultoras se ocuparon de analizar en el último tiempo si este reperfilamiento “del piberío” refiere a una crisis con el sistema democrático (el que, según esta hipótesis, podría derivar en una consecuente reacción conservadora). Los informes coinciden con números parecidos: la democracia aún es preferible ante cualquier otro sistema de gobierno para el 70% de los encuestados, de hecho el 74% ve el voto como una herramienta de cambio, llegando a 79% entre quienes se identifican con “las derechas”.
Es decir: eligen la democracia, pero prefieren representantes que parecen sistemáticamente atentar contra la misma, con liderazgos fuertes e inclusive experiencias políticas ajenas a la de los partidos políticos tradicionales.
El relato de una juventud apática tomada por un nihilismo filosófico, donde la guerra cognitiva la ganaron las redes sociales y las apuestas online, puede ser una actitud cómoda y segura ante la negación de querer aceptar que el mundo cómo lo conocíamos está cambiando. Creer que “la juventud está perdida” resultó siempre la “salida fácil” a una pregunta compleja. ¿Qué pasa realmente entre los jóvenes y la política?
¿Las redes sociales lo explican todo?
En su documental recientemente publicado, la joven ex legisladora de 25 años y actual dirigente política de Patria Grande, Ofelia Fernández, se pregunta por la adicción al celular y la naturalización de la misma en la sociedad toda, pero más específicamente en la “juventud”.
Ofelia pone el foco en el año 2010 como el punto de quiebre en el estado de salud mental de las juventudes argentinas. “¿Qué pasó en 2010?”, se pregunta y el acento lo pone en la profundización de la llegada de las redes sociales y los smartphones a la vida capitalista. Con el surgimiento del “like” en Facebook y el “modo selfie” de la cámara frontal se da en simultáneo un empeoramiento en la calidad de vida de las generaciones más jóvenes. “Las curvas de informes sobre juventud, soledad y depresión suben a la vez en distintos países desde 2010 en adelante”, explica al comienzo del documental titulado ¿Qué le pasa a nuestra generación?.
“El celular no espera, te demanda, te seduce”. “Las tazas de suicidio de los adolescentes más jóvenes: en varones aumenta un 96% desde el 2010 y en mujeres el 167% desde 2010”. Ofelia ubica todos los elementos en una misma línea de tiempo y no puede evitar ver la correlación: algo cambió en cómo los más jóvenes determinan sus propias identidades. ¿Qué tanto puede tener que ver la masificación del consumo de las redes sociales en ese proceso?
Existe amplia y diversa evidencia científica de cómo el uso en exceso de redes sociales y del celular puede afectar al proceso cognitivo de cualquier ser humano, más aún si el cerebro aún se encuentra en etapa de desarrollo. Un estudio realizado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina (ODSA-UCA) reveló que solo uno de cada 10 jóvenes presenta un comportamiento libre de riesgo respecto al uso del celular. Las consecuencias señaladas por el informe incluyen problemas como el insomnio, la disminución de la actividad física y el deterioro de las habilidades sociales. “El impacto del uso excesivo de las pantallas afecta la vida cotidiana y las relaciones interpersonales”, cita la UCA. Claro, ¿cómo negar la relación obvia? Si hay afección de las relaciones interpersonales, ¿por qué esta modificación en la forma de socialización de los jóvenes no modificaría sus inclinaciones políticas?
El error sería creer que estas condiciones en la comunicación no surtieron efecto en las relaciones sociales y con el mundo del trabajo que pueda tener la sociedad en su pleno. Con la aparición de la hiperconectividad digital y las grandes empresas dedicadas al negocio de los datos y el perfeccionamiento de los algoritmos, se desencadenaron una serie de cambios en las estructuras de poder económico que ordenan gran parte del mundo, donde éstas concentran cada vez más dominio. Por supuesto que afectó a jóvenes y adultos. La diferencia radica no sólo en el rango de exposición, sino también en las condiciones materiales en las que estos jóvenes crecieron y por ende sus consecuentes posibilidades de desarrollo.
Radiografía de la materialidad joven en Argentina
En Argentina, y según datos proporcionados por el INDEC, 6 de cada 10 jóvenes trabajan en situación de informalidad. En el capitalismo actual, la educación ya no puede prometer ni ascenso social ni estabilidad económica. En un estudio reciente realizado por Enter Comunicación y Reyes Filadoro, con un muestreo federal, el 50% de los jóvenes que respondieron esta encuesta y están actualmente buscando trabajo manifestó sentir que la educación no los preparó adecuadamente para insertarse en el mundo laboral. Sólo un 34% de los encuestados perciben la educación como una herramienta que permite el progreso económico. Aunque sigue siendo la mayoría, un 19% cree que el progreso se consigue únicamente mediante el trabajo y un 17% cree que se logra emprendiendo de forma autónoma e individual.

La Fundación Friedrich-Ebert-Stiftung (FES) también estudió los posicionamientos políticos de las juventudes argentinas de entre 15 y 35 años, la desigualdad estructural aparece como el conflicto central no sólo representado en las preocupaciones subjetivas sino también en las condiciones que determinan el cómo viven los jóvenes del presente. Esas desigualdades se intensifican al llegar a la universidad: dónde el 43% de la clase alta se gradúa, en la clase baja solo lo logra el 4%. Brechas que también se reflejan en el mundo laboral. Un 37% de jóvenes declara estar desempleado y buscando trabajo, con cifras más altas entre los sectores populares y entre quienes tienen entre 18 y 26 años.
El espejismo libertario y el desplazamiento global
El voto joven hacia partidos que coquetean bien (y algunos directamente) con expresiones ultra conservadoras no es un fenómeno exclusivamente argentino, sino parte de un corrimiento global. Sin embargo, al menos en Argentina, más que una adhesión ideológica consistente al “liberalismo extremo”, lo que se observa es un espejismo libertario: una estética de rebeldía que ofrece respuestas simples frente a realidades complejas, y que se vuelve atractiva en contextos de precariedad, ansiedad económica y saturación mediática.
Mientras la mayoría de los jóvenes aún cree que la democracia es el mejor sistema de organización social posible, el problema aparece con las instituciones que la integran. Por ejemplo, según la FES casi un 43% cree que la democracia podría funcionar sin partidos políticos. Otro estudio realizado por la consultora Zuban Córdoba ubica a los sindicatos, seguido por los partidos políticos, el Congreso y sus representantes como las instituciones que menos confianza generan en los jóvenes entre 15 y 30 años.

Evidentemente hay un desapego fuerte hacia las formas tradicionales del sistema y pese a haber una reivindicación de “la democracia” en lo general, en lo particular instituciones elementales para la garantía de un sistema “plural y equitativo” como se supone el democrático son rechazadas.
Sí. Las plataformas digitales reconfiguraron por completo la socialización. TikTok, Instagram, Twitter y Youtube como escenarios de un ecosistema de streamers funcionan hoy como mediadores mucho más influyentes que los partidos. Mediante un lenguaje emocional, directo y cotidiano donde la política aparece mezclada con humor, consumo y “lifestyle”. Para una generación que desconfía de las instituciones, estos espacios operan como comunidades de sentido: ahí se forman opiniones, identidades y pertenencias.
En ese terreno, figuras como las de Javier Milei prosperan no sólo porque se integran bien a las lógicas de viralidad y performance que definen la conversación pública actual, sino también porque canalizan la expresión de algo distinto, algo en apariencia que comparte su enojo, algo que promete “revolucionarlo todo” y que canaliza profundamente un relato de soluciones rápidas y efectivas a padecimientos que parecen ser complejos y permanentes.
Cuando el “vienen por tus derechos” no sirvió para nada
Más que un giro doctrinario genuino, estamos ante un desplazamiento hacia narrativas que se desconocen en la reivindicación de instituciones históricas que “la política” dice defender.
La polarización no explica por sí sola el acercamiento de estas generaciones a discursos extremadamente conservadores: más bien opera como un vaciamiento del sentido político, donde la “grieta” funciona como un ruido de fondo que ya no interpela a una generación que creció viendo ese conflicto como un juego repetido entre élites desconectadas. En este clima, la polarización deja de ordenar identidades y se vuelve un paisaje como agotado; y es justamente en ese desgaste donde emergen opciones anti-establishment que prometen romper con un sistema percibido como estancado.
Sin embargo, volvemos al punto de partida. Aunque en la encuesta que realiza Zuban Córdoba hay un 32,1% de los jóvenes que ante la pregunta “¿Cuál es el espacio político que más piensa en los jóvenes?” consideran que es La Libertad Avanza, hay un 34,6% que prefiere responder “nadie”. Y un 8,7% dice no saber todavía.
Efectivamente, la juventud no se volvió “de derecha”; lo que hay es una crisis de representación de la que nadie quiere hacerse cargo.

En “La época de las pasiones tristes: De cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor”, el sociólogo francés Francois Dubet sostiene que las sociedades desiguales actuales ya no integran la movilidad social ascendente. Los individuos son cada vez más conscientes de que hagan lo que hagan, “sus esfuerzos” no garantizan necesariamente un futuro mejor. Esa ruptura entre méritos, derechos y resultados produce “pasiones tristes”: frustración, enojo difuso y resentimiento hacia instituciones que ya no parecen protectoras ni justas. Esa energía emocional no se transforma en movilización social, sino en búsquedas individualistas, adhesión a discursos que son utilizados como refugio en salidas que prometen restaurar una potencia personal perdida ante un capitalismo desaforado cada vez más desigual y acelerado por las plataformas.
La crisis de representación que nadie quiere ver
¿Por qué nadie nos habla? ¿Por qué dicen no entendernos sin siquiera intentarlo? Quizá así resulte más sencillo entender por qué los pibes y pibas no confían en las instituciones que se encargan de garantizar la “convivencia democrática" del presente. Hace años la política piensa la “agenda de juventudes” de forma aislada, como si “los pibes” naciéramos de un repollo. Se relaciona a la juventud con un nicho específico, principalmente asociado a la tan viciada idea de “progreso” ya estancada en un presente de cambio continuo. Donde antes estudiar una licenciatura o una tecnicatura operaba como garantía de ascenso social, hoy aparecen los traders que venden cursos, la venta de contenido erótico en internet, las apuestas online, o mismo la aspiración de ser “influencer” como respuestas más sencillas y accesibles.
Influencer: aquel que tiene capacidad para influenciar sobre otras personas. Nótese la distancia con el verbo “persuadir” que incluye obligatoria retórica y conversación. En la influencia sólo puede haber marketing y discurso, porque el intercambio está mediado por un algoritmo, por una pantalla, por los tiempos compulsivos de internet. En la era de las influencias ya nadie quiere conversar, todos quieren vender.
Quizá los pibes no confíen en las instituciones porque éstas hace tiempo dejaron de poder representarlos, cegadas o también impactadas por la lógica mercantilista del universo digital. Quizás esas instituciones fracasaron en el rol que se propusieron interpretar.
Finalmente, en el estudio realizado en Latinoamérica por la FES, el 64% menciona a la pobreza, el desempleo y el acceso a la salud como sus principales preocupaciones. No, ni “cambio climático”, “violencia” ni “derechos” a secas parecieran ser relevantes. Sí el acceso a la educación y el acceso a la salud pública. No son consignas vacías y rimbombantes llenas de una lógica nostálgica que poco tiene que ver con la experiencia adquirida en vida y bastante con una reivindicación ideológica y selectiva de la historia.
Creer que “la juventud se volvió de derecha” nos priva de conversar con una generación que está desesperadamente interesada por vivir mejor y -al menos todavía- cree que la política puede ser vía de transformación para ello.
Quizá no hagan falta agendas particularizadas o el análisis de laboratorio para estas múltiples generaciones en su mayoría pluriempleadas y ultra ansiosas, quizá lo que haga falta sea mejorar al menos un poco las condiciones en las que esas generaciones están pudiendo vivir.
Diseño de portada: Taiel Dallochio


