Por Emilia Holstein y Victoria Eger - Ilustraciones: Taiel Dallochio
Llegar a casa después de toda la jornada laboral, darse una ducha fresca, sacar unas sobras de la heladera y ponerlas en la mesa. Desplomarse en la silla y scrollear en el celu mientras se come lo que quedó de la cena anterior. Terminar, dejar los platos en la bacha, lavarse los dientes y abrir la cama para acostarse en un juego de sábanas recién puestas. ¿Quiénes reparan en la singularidad de esta rutina?
Ellas sí.
En Argentina, la mayoría de las mujeres trans no tiene un techo asegurado. La idea de conseguir una vivienda y resolver la situación habitacional de una compañera o de ellas mismas está presente todo el tiempo. El principal temor: ser expulsadas a la calle. ¿Qué redes construyen para vivir en un lugar digno?
Pequeñas mariconadas
―Marcela, ¿me puedo quedar?
―¿Pero dónde te meto?
―Por favor.
―Algo vamos a hacer.
Maju recién pisaba la adolescencia. Con 14 años llegaba a Mar del Plata con lo puesto y la ilusión de crecer y vivir como siempre lo había deseado. En Azul, el lugar donde nació, se corría el rumor de que en aquella ciudad atlántica se podía trabajar. “Ahí hacés la temporada”, decían.
Confirmó el runrún el día que la vio a Marcela en su pueblo. Una mujer trans 15 años mayor que venía a visitar a una amiga y a contarles la novedad. Tacos altos, un blazer negro que apretaba a la altura del escote, una valijita de mano última tendencia y un pelo postizo impoluto. Ella era el ying y las gauchas de Azul, el yang. “Esta mujer tiene la pócima”, pensó la niña que había sido expulsada de su hogar por su identidad de género. Sin pensarlo más, viajó a esa tierra prometida.
Marcela Bordabehere, quien adoptó ese apellido por la calle en donde vivía, le alquilaba una pieza a Don Luis, en el barrio marplatense de San Cayetano. A dos cuadras, sobre la avenida Champagnat, ejercía la prostitución en una zona que recién empezaba a consolidarse como tal. No la tuvo fácil, la violencia policial camuflada por el código contravencional de la época le arrancaba un poco de vida cada vez.
Doce metros de frente, treinta y cinco de fondo. Cuando el propietario de la casa murió, nadie reclamó esa herencia. Y así se fueron quedando otras amigas y compañeras de Marcela. Pagaban con lo que podían para alojarse allí y estar a salvo de la policía.
Maju vivió en el Hotel La Rosa, en plena avenida Luro, durante un año y medio. Hoy lo recuerda como ese lugar donde prendían puchos a los tiros. Con los 15 recién cumplidos aprendió a sobrevivir a una hostilidad que nada tenía que ver con aquello que había anhelado. Sin embargo, hay algo que siempre tuvo claro: la prostitución no podía (ni debía) ser el único destino para las chicas como ella.
Insistió, insistió hasta que se quedó. Bordabehere la abrazó durante 12 años y al hotel ese no volvió más. Era un ambiente chico, pero alcanzaba. Ahí La Gitana, una marica histórica del lugar, cocinaba para todas durante el día y cada noche Maju rebatía un sofá para dormir.
La historia tiene más capítulos que no cabrían en este artículo. De la peluquería al estudio jurídico; del estudio jurídico al Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad; y de allí al principal organismo de recaudación de nuestro país, donde trabaja hasta la actualidad.
En 2011, y como un precedente firme a la Ley de Identidad de Género sancionada al año siguiente, Maju integró una demanda conjunta al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para que sea reconocida con su nombre autopercibido. El fallo fue histórico. “Resulta alarmante que en el contexto de la plena institucionalidad democrática que nuestro país actualmente disfruta, haya un colectivo de personas a quienes les está vedado ser ellas mismas”, expresó la jueza Elena Liberatori.
Lo cierto es que Maju, después de atravesar varias crisis vinculadas con su salud mental, no quería irse de este mundo con el recuerdo de la violencia institucional que había sufrido cuando era joven. “El trauma fuerza tu personalidad, te rompe, te quiebra. Quise volver como una especie de reivindicación”, dice hoy con 43 años.
En 2020 le llegó un mensaje de Claudia, vitalicia de la casona de San Cayetano, que decía que Marcela no estaba bien. La vivienda se venía abajo y Maju lo comprobó con sus propios ojos. El colchón era tan estrecho como una galleta; el baño estaba detonado con una pérdida que no cesaba. Faltaban todas las sillas y la cocina ya no era tal.
―Marcela, ¿qué te parece si empezamos a arreglar un poco tu casa?
―En Bordabehere nadie pudo hacer nada.
―Si yo llegué hasta acá viva, algo vamos a hacer.
Un lugar que supo ser refugio y cárcel a la vez. Y es que Marcela pasó treinta años sin pisar el mar. Su cuerpo, además, carga con las secuelas de la violencia policial. “Se quedó encerrada en esa casa, literalmente. Con su computadora iba de la habitación al patio. Siempre contando con alguien que le vaya a comprar. Sufrió muchísimo”, relata Maju. ¿Sería posible transformar esa resignación?
Mediante Noni, una amiga electricista, se conectó con la monja Mónica Astorga, renombrada por acompañar a mujeres trans en situación de vulnerabilidad y llevar adelante un proyecto de viviendas en la provincia de Neuquén. Ya la conocía igualmente, ambas habían coincidido en un encuentro de activismo y, al tiempo, Maju la había ayudado con una compañera neuquina que estaba atravesando una situación de consumo.
Mónica le sugirió hacer una campaña de recaudación de dinero por redes sociales para empezar a comprar chapas y tirantes, pero Maju nunca se imaginó hasta dónde llegarían las expectativas de su amiga.
―Maju, ¿por qué no le escribís a Francisco?
―¿¡Al Papa!?
―Mandale una carta.
Al mes y medio respondió y con eso arrancaron. Noni se encargó de la parte eléctrica. En total se renovaron 230 metros cuadrados de techo. Cambiaron todas las griferías, los pisos, las aberturas y pintaron las paredes. Maju lleva un registro minucioso de los gastos y es la encargada de buscar el mejor presupuesto. El Cyber Monday y el Black Friday, sus principales aliados. “Hasta ahora toda la ayuda que recibimos fue particular y privada. Muchos compañeros y compañeras nos enviaron lo que podían por transferencia bancaria y eso nos sirvió un montón”, agrega.
“El hogar se construye sobre las memorias de quienes ya no están, las que estamos y las que vendrán en busca de dignificar su vida”, reza la descripción de la cuenta de Instagram del proyecto que Maju lleva adelante con la ayuda de Noni y otras compañeras. Se trata de un espacio de tránsito para adultas trans que brinde techo, contención y oportunidades a quienes lo necesiten.
Y es que, como siempre insiste Maju, no es lo mismo ser una mujer trans y tener 20 años, que serlo con 40. Ni hablar con 60. Mientras que las primeras están en la facultad y las otras están experimentando sus primeros trabajos, las adultas mayores que sobrevivieron —porque la mayoría se murieron— o tienen poco y nada, o quedaron confinadas para resguardarse. El miedo y el dolor todavía perduran.

Aún no es 8 de diciembre, pero el rincón ya está listo. Un pino verde con borlas doradas y plateadas; una bandera rosa, celeste y blanca; y una escultura de Teresita, “la santa travesti”, como le dice Maju, obsequio de su amiga Mónica. “Porque las travas somos muy de la Navidad, ¿viste?”, remata. Una ansiedad que opera como la certeza de que ese lugar ya es un hogar: sábanas limpias, agua caliente, un mantel para la mesa, una alfombra, una huerta que promete los tomates más frescos de toda la ciudad, una vela de limón y un cuadrito para el baño. Eso que Maju llama “pequeñas mariconadas” es, nada más ni nada menos, que la mismísima dignidad.
Marcela, Claudia, Luciana y Maju son quienes hoy habitan la casona de la calle Bordabehere mientras llevan adelante el proceso de usucapión de la propiedad con el patrocinio de un abogado que les brindó una parroquia. ¿La condición innegociable? Que el usufructo sea de por vida para la Organización Mujeres Trans Argentina: “Porque el día que una de nosotras no esté más queda el lugar para la que venga después”.
El silencio, un símbolo de paz
Los andamios cubren toda la fachada recién pintada de rosa clarito del edificio de Aráoz. Un mosaico de azulejos en distintos tonos de violetas evidencia su presencia. “Aquí funciona desde 1998 la Asociación Gondolín. Espacio de resistencia y organización de la comunidad travesti/trans. La memoria feminista de Villa Crespo les abraza”, sintetiza el cartel.
La puerta se abre y por dentro todo se tiñe de azul: las paredes, la escalera, el arbolito de Navidad blanco con ornamentos celestes. Guirnaldas verdes con pequeñas caritas de Papá Noel se enredan en los pasamanos que llevan a los dos pisos superiores. Sentada a la mesa en medio del patio, de espaldas a la puerta y en silencio, está Marisa.
Rozando los 66 años, la trava lleva altiva un conjunto de calza y top con motivos de animal print. Marisa llegó al Gondo hace 22 años cuando la realidad del hotel y del barrio era otra. “Yo soy de la época de antes”, dice y los ojos se le inundan al recordar. “Por acá corría la droga, el alcohol, la violencia”, sentencia antes de que la atraviese la congoja.
Nacida y criada en Tigre, conoció el Gondolín después de salir a bailar a Angels, un boliche que recibía a maricas y travas, ubicado a la vuelta de la Facultad de Economía de la UBA. Pasó por ahí junto a su amiga La Cristal, quien alquilaba una de las habitaciones. Un colchón pelado, sin sábanas, y un montón de basura a los costados. “Fui a visitar y no me gustó”.
Pero todos los caminos condujeron finalmente al Gondo. Al salir de una internación en el hospital Muñíz, no tuvo otro lugar al que recurrir. Y desde ahí no se fue más.
Antes, cuando el hotel todavía no era de las travas, la música fuerte y los gritos que salían de varias piezas a la vez era lo normal. Marisa recuerda: “Me cobraban si tenía el volumen de la tele muy alto”, “una de las chicas llegó sangrando porque le había pegado su pareja y el tipo tiró un minicomponente desde el primer piso”.
En ese momento las travas tenían que pagar por todo: a la policía por dejarlas pararse en las calles de Palermo –que en ese momento era zona roja–, a los hoteleros que les cobraban el doble o el triple por una pieza hacinada. Y encima, salir de día a comprar el pan significaba muchas veces terminar en cana por varios días, golpeadas en los calabozos.
Mientras Marisa cuenta su historia, que es la de muchas otras mujeres trans adultas mayores, detrás suyo se prenden y apagan las lucecitas que iluminan el altar de Zoe. Su gran amiga, con quien decidieron transformar este hotel donde se vivía la “vida negra”, como dicen ellas, en un lugar para crecer. Zoe fue víctima de travesticidio en 2023, Marisa la trae siempre al presente.
En 2015, las habitantes del Gondo recibieron una orden de desalojo por parte del dueño del inmueble, un hombre con “arraigado acento castizo, de vaya a saber una qué zona española”, como dice Marlene Wayar en un artículo de ese momento en el suplemento “Soy” de Página/12.
En esa misma nota, se explica que ellas no habían tomado el edificio, sino que había sido clausurado debido a las condiciones insalubres en las que se encontraba el hotel. “Nadie ingresa, nadie sale y no se cobran alquileres hasta que el hotel esté en condiciones y una nueva inspección así lo comunique al juez y éste emita nueva orden de funcionar con normalidad”, habían dicho los inspectores. Sin embargo, esto no le importó al propietario.
Cuando recibieron la orden de desalojo, Zoe y Marisa no sabían a dónde recurrir. Todas las puertas que tocaban parecían cerrarse. Hasta que aparecieron María Rachid y Flavia Massenzio, de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans (FALGBT). Marisa les tiene un aprecio incalculable: “Hicieron todo por nosotras, sin ellas no estaríamos”.
Se constituyeron como Asociación Civil, presentaron recursos de amparo y continuaron haciendo propio el hotel que ya era su casa. Hasta que en 2022 vivieron un atentado: les incendiaron parte del edificio. Fue a partir de una colecta del influencer Santi Maratea que pudieron remodelar la planta baja y parte del primer piso. Este año tienen la intención de arreglar lo que falta.
Hoy las 38 chicas que viven en el hotel sin pagar alquiler y sosteniendo el edificio de forma comunitaria, le dicen “abu” o “abuelita” a Marisa. Ella es quien las recibe cuando llegan de sus provincias, la que les explica las normas de convivencia. Sobre todo la fundamental: para vivir en el Gondo, hay que estudiar. Lo que sea. Pero estudiar.
La última en llegar fue Victoria, una joven de 27 años que vino del interior de Santa Fe por recomendación de su amiga Celeste. “Para cambiar de vida, para tener nuevas experiencias”, responde cuando le preguntan por qué migró a la Capital. Vicky estudia Inglés en el bachillerato popular de la Asociación Civil Mocha Celis. Por ahora no tiene planes, dice, más que seguir estudiando. Le gustaría aprender el oficio de peluquería.
“Yo me crié prácticamente en la calle, con la adicción, con la prostitución. No era dueña de mi vida, no tenía herramientas para nada”, dice la abu trava. Marisa es analfabeta y no terminó la primaria, en la dictadura –y también en democracia– fue golpeada y torturada. Por eso quiso construir algo distinto para las más jóvenes, algo alejado de esa vida arrasada.
Cuando es época de clases, la abuela toca las puertas de los cuartos y las despierta a todas para que vayan a la escuela –en general, la Mocha–, les prepara el desayuno y las despide. Cuando todas ya se fueron, se queda a disfrutar la calma. “Soy muy casera, yo me crié con el miedo de salir a la calle, de que me hagan algo, por eso hoy disfruto de estar acá”.
Durante la entrevista, que transcurre mientras las chicas se bañan, cocinan y cuelgan más guirnaldas de luces por todo el edificio, Marisa destaca varias veces el silencio que reina en la casa. “Este silencio se disfruta”, repite. Este silencio que es símbolo de la paz que supieron construir.
Las nómades
—¿Dónde vivís ahora?
—Yo vivo en mi casa.
“Mi casa”, dice con orgullo. Aunque pueda parecer algo evidente, el pronombre posesivo es lo que reviste todo el sentido. No vive en una pieza de hotel, ni de prestado en lo de una amiga o de su familia. No. Ella vive en su casa.
Virginia, de 40 años, es egresada, docente y actual presidenta de la Asociación Civil Mocha Celis. Llegó de Salta a los 13 años, cuando su mamá la echó de la casa familiar. Al día de hoy cree que vivió en todos los barrios de la Ciudad de Buenos Aires. Pero su primer hogar porteño fue el Gondo.
A fines de los 90’, el Gondolín era un espacio para armarse, como le dicen las travas a ponerse las tetas, la cola o cambiarse la nariz. Se trataba de una cuestión de supervivencia: las mujeres trans se podían quedar uno o dos años mientras se hacían estas operaciones, en general vinculadas a inyectarse silicona líquida para salir a prostituirse. “Cuando llegabas acá, lo primero que te decían era: ‘Vos sos un kiosco, si al kiosco no le ponen fruta, no le ponen golosinas, entonces no vende’”, recuerda con pena.
Desde ese momento hasta sus 30 años, cuando entró a trabajar en el Ministerio Público Fiscal gracias a la Ley de Cupo Laboral Travesti-Trans, Virgi ahorró gran parte de lo que ganaba en la calle con el objetivo de realizarse una vaginoplastía. Quería ir a Chile o a Tailandia para operarse porque ahí aplicaban el método que más le convencía.
Fue otra ley la que también torcería su destino. En 2015, la reglamentación del artículo 11 de la Ley de Identidad de Género le permitió operarse en Argentina a través de su obra social. Aunque no fue gratis, tuvo que pagar solamente la mitad del valor total.
¿Qué hacer con el resto de la plata ahorrada? “Me la reviro viajando”, pensó. Pero las enseñanzas de sus madres y abuelas travas le decían que lo primero era asegurarse un techo. Así que buscó y finalmente compró un departamento en Almagro, uno que le costó mucho sentir como propio.
Decidió tener pocos muebles: un sillón, una cama, una mesa. No colgaba nada en las paredes, por si al irse tenía que rellenar los agujeritos. “Siempre estaba con la idea de que en algún momento me iba a tener que mover de casa”. Por las mañanas todavía limpia el inodoro con lavandina, un acto reflejo, un fantasma, que le dejaron los años de hoteles y baños compartidos.
Aún hoy son pocas las personas a las que invita a su departamento, su refugio, su guarida. Recuerda impávida a uno de ellos, un novio que le propuso el gran plan de mirar la tele y comer en la cama: “¿Cómo vamos a comer en la cama si tengo una mesa?”, exclama como si se tratara de una obviedad.
“Hay una sensación de permanente nomadismo en la población trans. El derecho a la vivienda realmente como lo conocemos las personas formadas con cierto tipo de estructura casi que no existe”, explica Lucía Fuster Pravato, socióloga y coordinadora de Acceso a Derechos en la Mocha Celis.
Para las travas que viven en la Ciudad de Buenos Aires, la situación de calle es algo que puede pasar de un momento a otro. Si el hotelero no quiere volver a alquilarles la pieza, si no llegan a pagar el día o la semana, si viene la policía y desaloja el lugar donde viven. La precariedad y la inestabilidad son cotidianas.
Cuando algo de todo esto pasa, las travas saben que pueden recurrir a la Mocha. “Somos el lugar al que vienen”, reconoce Lucía Fuster, porque, a diferencia de otros espacios, su proyecto es de atención integral: “Todo en algún lado lo vamos a tratar, a veces fallamos, pero siempre vamos a acompañar”.
Las estrategias que tienen en la Mocha para dar alguna respuesta frente a la inminencia de la situación de calle son principalmente tres: la gestión del subsidio 690 de asistencia habitacional, que en la mayoría de los casos no llega a cubrir el alquiler de una pieza aunque debería; la articulación con los Centros de Inclusión Social, especialmente con el de la calle Entre Ríos que aloja a personas trans; y el constante intercambio con los hoteleros vía WhatsApp.
Para Lucía todas las herramientas son “precarias y fallidas”, pero al menos por ahora existen. Frente a los baches que deja el Gobierno porteño, la Mocha decide no soltarle la mano a las chicas, porque lo que hay del otro lado trae consigo dolor, aún cuando Virgi lo llene de belleza: “Cuando nosotras perdemos la vivienda, perdemos un montón de cosas, siempre volvemos a empezar de cero. Nosotras somos como un ave Fénix, siempre estamos resurgiendo”.
11, el número de la suerte
—¿Y todo este dinero?
—Padre, acá en Neuquén lo único que podemos hacer las mujeres trans es prostituirnos.
Romina esperó a que terminara la misa del domingo para dejar el diezmo. Lo recibieron un sacerdote y una laica consagrada que no pudieron evitar la sorpresa. Afrontó la vergüenza para pedir ayuda, quería cambiar de vida. Le sugirieron empezar un curso de peluquería y la citaron a la semana siguiente para encontrarse con Mónica Astorga, la monja de la congregación Carmelitas Descalzas que años después ayudaría a María Julieta en Mar del Plata.
Ese día no fue sola, llevó a cuatro amigas.
—Chicas, ¿ustedes qué sueños tienen para sus vidas?
—A mí me gustaría tener mi propia peluquería.
—A mí, estudiar Gastronomía.
—Yo quiero tener una cama limpia para morir.
Katiana dejó a Mónica sin palabras. Estaba acostumbrada a ver los cuerpos de sus compañeras en camastros sin sábanas. Las vidas de las mujeres trans con las que compartía la noche terminaban en la pieza de un hotel a manos de clientes que las vejaban hasta la muerte o en un cuarto de hospital, relegadas, entregadas a la agonía de esperar algo que muy pocas veces llegaba: la atención médica.
Esa charla fue la semilla que, 13 años después, originó el Condominio Social Tutelado para personas trans, inaugurado en 2020 en Confluencia, un barrio ubicado en la capital neuquina. Lo que era un basural a 30 cuadras del centro, es un terreno que actualmente cuenta con 12 departamentos de dos ambientes y balcón o patio interno, según la ubicación en el plano. Llevó dos años de trabajo y fue el resultado de varias reuniones entre Astorga y funcionarios provinciales de diferentes banderas políticas. Finalmente, el Gobierno de Neuquén invirtió 27 millones 600 mil pesos para la construcción de las viviendas, según una investigación realizada por Emilia Holstein e Ishbel Cora para Altavoz LGBT+.
El viento no cesa en la orilla del Río Limay, capital de Neuquén. La inauguración del Condominio ya terminó y Paola cierra la puerta de su departamento. Solo pretende ponerse ropa cómoda y descansar con Roco, su perro. Sin embargo ahí está, rota en llanto con el llavero todavía en la mano. Ese que lleva el número 11, el de la suerte, el que, cuenta el libro de cábalas que lleva siempre con ella, es un valor muy positivo.
Para aliviar el llanto, toma su cuaderno y una lapicera. Porque cuando vive una experiencia linda, la escribe, dice. Pensar que le había asegurado a Mónica que no dejaría la calle ni tampoco su alquiler cuando el proyecto del condominio avanzaba firme y ahora estaba en el borde de su cama, después de un día cargado de emociones, a punto de sacarse los zapatos para descansar. Mañana tiene que despertarse temprano para ir a trabajar al hogar Santa Teresita del Niño Jesús. La casita, como ellas la llaman.
Antes de mudarse a Confluencia, Paola vivía en el centro de Neuquén, en una pieza que era más chica que el baño de su nueva casa. Usaba garrafa a pesar de que la conexión de gas natural ya existía en la propiedad. Nunca le dieron acceso. Se la alquilaba hacía 15 años a un vecino, luego de separarse de su pareja. Paola había migrado desde Bahía Blanca, su ciudad natal, porque la policía no daba tregua.
Ella es gerontóloga. Hace cuatro años que ocupa el rol de recepcionista en “La casita”, un espacio de asistencia y contención de personas trans. Les prepara la ducha, la mesa, les consigue ropa y las orienta en los cursos que brindan en el lugar. Allí asisten entre 20 y 30 mujeres por día. “Cada vez más”, refuerza Paola.
Cambiar de vida implicó acomodarse a las normas de convivencia y tener una rutina diurna. Abandonar el código de la calle. ¿Será posible dejar atrás aquel hábito de supervivencia labrado a fuego y dolor? Nada fácil, muchas compañeras no pudieron (o no supieron) hacerlo. Sin embargo, Paola insiste en no alborotar el gallinero con una risa que confirma el chiste y la convicción de que es posible. “La conducta es fundamental. Porque si traen algún cliente empiezan los gritos, las agresiones, las peleas. Se desestabiliza todo. Nos recuerda al pasado y no queremos retroceder. Ya basta de patrulleros y todo eso”, remarca.
La Tía Pelusa es la más grande del Condominio, tiene 78 años. Los contratos de las adultas mayores que ingresaron desde el inicio fueron establecidos como comodato de por vida. Otros, en cambio, se renuevan anualmente de acuerdo a las normas de convivencia. En caso de no habitar más el lugar, la unidad se transfiere a otra compañera teniendo en cuenta la edad y la vulnerabilidad en la que se encuentre.
Paola vuelve de trabajar todos los días a las cinco de la tarde. Ahora, además de Roco, está Gilda, su gatita. Para sacarse la jornada laboral de encima, se pone a regar el pasto que junto a otras vecinas están plantando en el patio del complejo. “Para que en algún momento haya plantitas, haya árboles”, anhela.
Estas historias atestiguan una realidad que apremia: de todos los derechos humanos, el acceso a la vivienda es el más olvidado en la población travesti/trans en Argentina. Son ellas las que se arman, las que se organizan, las que piensan cómo dar respuesta a esta necesidad. El problema es que no alcanza y que esta tarea no debería estar en sus manos, sino en las del Estado.
Si querés seguir leyendo te recomendamos: Vivienda trans: un derecho olvidado
Vivienda trans: construir en la urgencia es una investigación sobre las redes que las personas trans construyen para responder a la problemática habitacional que las, los y les atraviesa. A través de entrevistas a distintas organizaciones, desde Feminacida nos propusimos relevar algunas experiencias que muestran cómo, frente a la ausencia del Estado, las mujeres trans se organizan para acceder a una vivienda digna.
El objetivo, además de visibilizar la problemática, fue recabar herramientas que puedan ser útiles a las personas trans que se encuentren en una situación de vulnerabilidad social.
Por eso, quisimos abrir este formulario para conocer otras historias y experiencias vinculadas al acceso a la vivienda. Te invitamos a que nos cuentes por acá la tuya, que nos dejes un recurso que te haya sido útil en momentos de urgencia o lo que consideres que pueda sumar a esta investigación. Compartinos tu historia.
Hacé click acá para ver algunas herramientas de acompañamiento frente a la falta de vivienda de personas trans
Este artículo forma parte de la serie de publicaciones resultado del Programa de becas de ColaborAcción edición Hábitat, ejecutado con el apoyo de la Fundación Gabo, Fundación Avina y Hábitat para la Humanidad.