Mi Carrito

Las “seños” del jardín: pescadoras de oportunidades

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“Lo que me acuerdo de mi maestra es que era muy atenta. Estaba en todos los detalles, era muy cariñosa”, responde una estudiante del Profesorado de Educación Inicial cuando le pregunto qué es lo primero que se les viene a la cabeza al pensar en sus maestras del jardín. Respuestas similares se replican cada vez que realizo esta pregunta. Siempre me deja con la misma sensación: la calidez de lo que espero, pero aun así no deja de asombrarme y enternecerme. 

Inmediatamente se me viene una frase a la cabeza, una idea que surgió cuando intentaba explicar un poco de todo ese sentir que queda a flor de piel y que solo quien lo pasó por el cuerpo siendo una niña puede poner en palabras cuando es ya una adulta: “Al fin y al cabo, no somos más que el recuerdo de las sensaciones que alguna vez provocamos”. 

Si nos detenemos a pensar en las palabras de esta estudiante es muy fácil entenderlo: ninguna niña de 5 años o menos puede pensar, en ese momento, algo tan subjetivo y abstracto como que su maestra es atenta y detallista. Sin embargo, pudo percibirlo. Fue tan fuerte el recuerdo de esta sensación que aún hoy, después de más de 15 años, puede definirlo con total claridad. Recuerda los detalles y esa seguridad que solo el cariño de una adulta con quien estableció un lazo de confianza puede despertar en una niña.

De eso se trata una parte del trabajo de las profesoras del nivel inicial. Sí, somos profesoras. Eso dice nuestro título de nivel superior. Sin embargo, se nos dice casi desde siempre “maestras jardineras”. Para la sociedad y para les niñes somos “las seños”. No renegamos de estas denominaciones, incluso a la mayoría nos encanta que nos digan “seño”. Lo que muchas veces sucede es que detrás de estas palabras pareciera quedar oculta toda profesionalidad. Como si ser “la seño” no estuviera a la altura de las circunstancias. Inmenso error y terrible confusión. Todavía, incluso, hay gente que se asombra cuando decimos que somos profesoras.

Somos profesionales de la educación. Estudiamos una carrera de 4 años (con muchísima suerte y viento a favor), con una carga horaria de más de 2600 horas y más de 40 materias. Tenemos una inmensa responsabilidad y una formación acorde a esas exigencias. Enseñamos a niñas y niños de 45 días a 5 años. Escuchamos a las infancias y sus familias. Muchas veces, nos cuentan todo eso que no se animan a contarle a nadie más. Acompañamos procesos en un diálogo e intercambio constante. Brindamos las herramientas para que sepan qué cosas no pueden ni deben callarse. Garantizamos derechos. 

Hace algunos años, el último día de jardín, cuando todo tenía que ser festejo, me despierto con la noticia de que la mamá de una de mis alumnas de 3 años había muerto la noche anterior de un infarto a sus 23 años. La nena no lo sabía. Se enteró la familia cercana y después el jardín. 

En cuestión de minutos armamos una colecta para ayudar a esa familia. Juntamos cajas de alimentos y juguetes. Nos mantuvimos en contacto durante todas las vacaciones con la nena y su papá. Organizamos llamadas y salidas a la plaza. Contuvimos, incluso cuando muchxs creían que no nos correspondía. Supimos que sostener los vínculos para esa niña era fundamental. Y eso hicimos. 

Somos profesoras, formamos parte del sistema educativo al igual que los otros niveles, pero arrastramos una historia y un imaginario social que nos obligan a estar en un constante estado de defensa y revalorización de un rol muchas veces subestimado. Esto muchas veces nos pesa y nos enoja.  


La ternura, un posicionamiento político

El nivel inicial tiene características que no encontramos en otros niveles: enseñamos jugando. Es un mundo que no puede imaginar quien no lo habitó. Y entendemos que habitar es poder construir conjuntamente un espacio. Es modificarlo, hacerlo nuestro y, a su vez, dejar que este espacio nos modifique. 

En el jardín, la ternura es parte de la cotidianeidad, pero también es un posicionamiento político que debe sostenerse a lo largo de los años para poder garantizar una educación de calidad. Es una forma de pensar la pedagogía: una ternura que lejos de estar romanizada, es símbolo de lucha. Implica mirar a les otres, indignarme por la desigualdad, empatizar con quien tengo al lado. La educación es un trabajo donde pensar colectivamente se vuelve urgente.

Trabajar con niñeces es un trabajo muy distinto a cualquier otro. La mayoría de las veces, implica la necesidad de romper un montón de esquemas y teorías implícitas que fueron formándose a lo largo de la vida adulta. Trabajar con niñxs es no poder anticipar respuestas que tienen una espontaneidad, pureza y sencillez que lxs adultxs hemos perdido y no recordamos. 

“¿Alguna vez sintieron un hueco?”, recuerdo que pregunté una vez en sala de 3, después de leer “Un hueco” de Yael Frankel. “Yo siento un hueco cada vez que mi abuelo se va de casa, porque sé que voy a extrañarlo”, contestó Juli. “Y yo cada vez que mi mamá reta a mi gato y no lo deja entrar a la casa, y me mira desde afuera de la ventana”, respondió Camila. Esa es la ternura que sostenemos y conocemos quienes habitamos las salas del jardín. Esos huecos que se nos hacen carne y enseñanza.

En la Argentina, este nivel se divide en dos: el jardín maternal, que recibe a niñes de 45 días a 2 años, y el jardín de infantes, al que asisten niñes de 3 a 5 años, y que durante muchísimos años fue nombrado como “preescolar”. Las palabras no son ingenuas: este concepto hace referencia a lo que está antes de la escuela, lo previo, perdiendo así de vista que el nivel inicial es parte del sistema educativo, que allí se enseña y se aprende, y que es en la mayoría de los casos, el primer contacto de les niñes con una institución que debe dar respuesta a semejante desafío y responsabilidad. El primer contacto, fuera de sus familias, con la alfabetización, con la matemática, con el mundo social y natural desde toda la complejidad que supone. Los primeros intercambios entre pares. La sensibilización por la literatura, la música, las artes. Lo conocido, mirado desde los ojos curiosos que hacen visible todo lo factible de ser enseñado. 

Lihuen, de 3 años, va a una escuela pública de CABA. Allí sus maestras contaron el cuento “Ramón preocupón” de Anthony Brown. Ramón siempre tiene preocupaciones que no lo dejan dormir, así que su abuela le regala una muñeca quitapesares para que ponga abajo de la almohada. No es casual la elección de las maestras: es la edad donde aparecen miedos y pesadillas, pero además es un cuento bellísimo y con mucha calidad estética y literaria. 

Para su cumpleaños, a Lihuén le regalaron una cajita pintada por sus compañeres. Adentro una maderita, también pintada, y pequeños ovillitos de lana para que armara su muñeca quitapesares junto a su familia. Junto a la caja un pequeño librito, armado en una hoja plegada, donde explican el cuento, la historia de estas muñequitas y algunas frases de lxs niñxs sobre sus miedos. Lihuén llega a casa con una sola idea en mente: armar su muñeca. Elige un nombre, le dibuja una cara, escribe ahí su nombre y le cuenta en un susurro las cosas que lo asustan. La guarda abajo de su almohada y la busca de noche cuando se despierta.

Es común, también, escuchar referirse al jardín maternal como “guardería”, como si fuese un lugar donde guardar a les niñes, perdiendo de vista que tanto el Jardín de Infantes como el Maternal, tienen una identidad propia. Allí se cuida y enseña: se enseña cuidando y se cuida mientras enseña, en un ir y venir espiralado y constante. 

Estas denominaciones no son casuales. El nivel inicial se fue gestando a la luz de un debate fundante que al día de hoy persiste y que nos obliga a seguir repensándonos cada vez con más preguntas que certezas: ¿enseñar o asistir? 

Veamos: “las guarderías” surgieron como una forma de dar respuesta a las necesidades de las mujeres que comenzaban a insertarse al mercado laboral y necesitaban dejar a sus hijxs al cuidado de alguien más durante esas horas.  Allí no se enseñaba. No había personal especializado y simplemente se encargaban de garantizar las necesidades básicas. Su función era meramente asistencial. 

Unas décadas después, con el cambio en la concepción de las infancias y el nuevo lugar que se les dio en la sociedad como sujetos con intereses y necesidades propias y específicas, sumado al avance de algunas corrientes psicológicas, se empezó a pensar en la importancia de crear instituciones que atendieran a los aspectos pedagógicos, con personal especializado y acorde: docentes formadas en Institutos de formación. 

Hoy en día en el Jardín recibimos niños y niñas de todas las edades. Muchxs de ellxs ingresan, por ejemplo, a las 9 de la mañana y se retiran a las 17 horas. Es decir, la mitad del tiempo que están despiertos están dentro del jardín. 


Una institución que enseña

Era diciembre del 2022. Se respiraba fútbol en todos lados y el jardín no era la excepción. En sala de 5 llegaban todos los días con las figuritas del mundial para intercambiar. Todxs menos uno. Astor vivía en un hogar y no tenía álbum ni figuritas. Ahí estábamos las maestras: comprando el álbum, turnándonos para traer figuritas, pidiendo a familiares y amigues que nos regalen las repetidas. El álbum se llenaba en el jardín porque a Astor no lo dejaban entrarlo al hogar.  Esa es la pedagogía de la ternura, el posicionamiento político que lejos de la romantización busca sensibilizarse ante la desigualdad. 

Ahí estaba su maestra: armando una planificación sobre matemática a partir de los números de las figuritas. Enseñando que lo que tenemos se comparte, porque sabemos que ahí está la patria. 

En el jardín muchxs niñxs desayunan, almuerzan, descansan y meriendan. Aprenden a caminar, dejan los pañales y dicen sus primeras palabras. Es por eso que tenemos una formación sumamente completa, reflexiva, y que abarca distintas áreas y disciplinas. Todo lo que hacemos tiene una intencionalidad y por lo tanto no es lo mismo merendar en casa que hacerlo en el jardín.

Ambar de 3 años y medio todavía no quiere dejar los pañales. Después de varios intentos, su mamá se resigna a esperar que ella tome la decisión y deja de insistir con el tema. Algunos días después, de casualidad, Sandra, que tiene más de 25 años de experiencia en sala y es la maestra celadora de Ámbar, le comenta a su mamá que le resulta llamativo que la niña no haya dejado los pañales. La mamá le menciona su cansancio al respecto y Sandra le pregunta si quiere que ella intervenga. Una semana después Ambar deja los pañales y sus maestras le preparan una torta para festejar el logro. Lo que muchas veces no se puede en casa, sí se puede en el jardín. 

Elena Santa Cruz, docente y titiritera, dice: “Si dimensionáramos profundamente ser docente nos asustaría”. Y algo de eso entra en juego al pensar en estas infancias que habitan el jardín y a quienes lxs recibimos día a día. Estas infancias no vienen en soledad, porque se encuentran inmersas en esas infinitas realidades disímiles que convergen en la escuela y a las cuáles debemos dar respuesta, aunque muchas veces no sepamos bien cuáles. 

En este sentido, nuestra tarea exige y necesita fervientemente crear vínculos afectivos con niñes y familias. Con lo delicado que se hace esto en el mundo contemporáneo en el que cada día la escuela recibe mayores demandas de las familias, mientras en paralelo, es mirada con suspicacia. Es por esto que a diferencia de otros niveles, contamos con un primer “período de vinculación” (más conocido como “adaptación”) donde establecer lazos de confianza, que serán claves para el desarrollo de todo lo que vendrá después.

Las docentes de Nivel Inicial -y digo “las” porque somos prácticamente todas mujeres- sabemos que las familias llegan al jardín por distintos motivos y con distintas ideas sobre lo que esperan que allí suceda. Muchas de ellas están dejando por primera vez a sus hijxs al cuidado de otra persona que no pertenece a su círculo familiar cercano. Es por eso que en muchos de los casos el jardín es considerado “un mal necesario”: porque no queda otra opción. 

El imaginario acá funciona fuerte. Mientras que para algunas es “el mal necesario” para otras es “el lugar al que van a jugar un ratito”. Solo para algunas el Jardín es lo que realmente es: una institución que enseña. 

Sin embargo, hay algo de cierto en que el jardín es el lugar donde se juega porque el juego es la forma privilegiada para aprender y eso es lo que sostenemos como bandera las de Inicial. A jugar se enseña: pensamos la enseñanza por medio de juegos. Lo planificamos con una intencionalidad que la mayoría de la gente desconoce. Jugamos al bingo de nombres para que se apropien de esta palabra que es la fuente de información segura para nuevas escrituras. Jugamos a la generala y enseñamos un montón de contenidos matemáticos; a juegos tradicionales que forman parte de nuestro acervo cultural. Jugamos con las manos en la tierra porque sabemos que solo se aprende lo que se pasa por el cuerpo. Y no es lo mismo que te cuente lo que es la tierra a que la toques, sientas su olor y el frío en tus manos cuando está húmeda. Jugamos con las luces y con todo aquello que podamos convertir en juego aunque no lo sea.

Detrás de cada actividad, hay una planificación. En cada planificación hay uno, dos, tres contenidos que estamos enseñando. Somos “pescadoras de oportunidades” dicen las que saben. Ahí, en donde otras personas ven respuestas cotidianas, nosotras vemos la oportunidad de enseñar algo más.

Jugamos. Pensamos el jardín como un juego, porque de eso se trata: de ese tiempo en el que todo puede suceder.  

“Elegí ser docente por mi maestra de jardín”, responden las estudiantes. Conozco perfectamente esa sensación. También elegí ser maestra por eso. Es uno de los pocos niveles del cual no tenemos demasiados recuerdos que narrar, es cierto. Sin embargo, es el nivel que nos despierta sensaciones vívidas a tal punto de recordarlas, sin saber bien por qué.

De eso se trata el jardín. Ese es el trabajo de las Profesoras de Nivel Inicial, por eso se vuelve tan difícil explicarlo. Eso lo vuelve único porque lo que sucede en la niñez nos acompaña para siempre.

Nivel Inicial. No lo entenderías.



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