Los equipos de conducción escolar son los grandes orquestadores de la identidad de una institución. La mayoría están integrados por mujeres: entre un 90 y un 99 por ciento en el nivel inicial y primario y dos tercios en el nivel secundario. Hacen de pivote entre las necesidades de los estudiantes, las familias, les docentes y las bajadas educativas de los gobiernos. Sin embargo, están lejos de obtener un reconocimiento a la altura de sus responsabilidades: garantizar el funcionamiento diario de las escuelas, cada una un mundo, y los derechos de niños, niñas y adolescentes.
Son las dos de la mañana y suena el teléfono. Agustina se despierta sobresaltada y atiende. Habla en voz baja porque su pareja todavía duerme. También sus hijos de 3 y 7 años en el cuarto de al lado. Se levanta, se cepilla el pelo rubio y ondulado y comienza a vestirse sigilosamente para salir. Todavía no está acostumbrada a estas interrupciones del sueño. Pero desde marzo, a sus 40 años, es vicedirectora de una escuela de nivel inicial de gestión estatal en la costa bonaerense. Y apaga incendios las 24 horas. Esta vez sonó la alarma del jardín y tiene que ir a corroborar que no haya entrado nadie a robar.
—Imaginaba que en un cargo directivo iba a estar más tranquila al no tener que estar en la sala con los niños todo el día, ni planificar cuando llego a mi casa, pero ahora tengo más cansancio mental que físico —dice.
El sujeto docente que está frente a un grupo ocupa gran parte de los debates en torno a la educación: qué contenidos enseña, cómo puede hacerlo mejor, qué pasa con su autoridad hoy. Sin embargo, los equipos de conducción de las escuelas definen gran parte de la identidad de una institución y su funcionamiento. En línea con la feminización de la docencia, la mayoría son mujeres. En el nivel inicial, un 99 por ciento.
Las directoras son las titiriteras de climas, rutinas y proyectos escolares que implican a las docentes de las aulas y a su vez lxs trascienden. Son determinantes en los procesos de enseñanza y de aprendizaje. Tienen a su cargo a decenas de maestras y profesores/as, el vínculo con las carteras educativas jurisdiccionales, con las familias y les estudiantes. Los desafíos de la gestión son enormes, pero en muchas oportunidades quedan postergados por la necesidad diaria de resolver emergencias.
Cuando Agustina se inscribió para ser maestra en el “Sara Eccleston”, un reconocido profesorado de CABA, lo hizo porque creía en la educación como “motor de cambio”. Y eligió el nivel inicial por su potencia artística, lúdica y multidisciplinar “con las infancias como protagonistas”. No se formó pensando en muchas de las tareas que realiza hoy, 16 años después, a 350 kilómetros: completar planillas diarias con la nómina de docentes y auxiliares, hacer rendiciones de los alimentos consumidos en el comedor escolar, gestionar con la municipalidad el corte del pasto del jardín, organizar ferias al plato para comprar cartulinas, plasticolas y goma espuma.
Accedió al cargo como muchas docentes de ciudades pequeñas: porque se liberó el puesto y alguien tenía que hacerlo. Ella trabajaba en la institución hacía 14 años y tenía el mejor puntaje. “Lo hice por amor al jardín”, cuenta. El primer “shock” fue cuando la sumaron a 20 grupos de WhatsApp al mismo tiempo, una dinámica de comunicación que muchas escuelas arrastran desde la pandemia. Agustina funciona como intermediaria. Si una mamá ve que su hijo volvió con el cuaderno roto a su casa, pregunta en el grupo qué pasó y la vice chequea la respuesta con la maestra.
“En otro momento se usaba el cuaderno de comunicaciones. Hoy pasa todo por WhatsApp. También con las maestras. Si una docente te avisa que está enferma el domingo a la noche tenés que ponerte a pensar cómo la reemplazás mañana. La clave es adelantarse a los problemas. A veces me quedo respondiendo mensajes hasta las once de la noche, cuando también quiero estar con mis hijos. Al principio pensé: ‘¿cómo voy a hacer todo esto?’. Después empecé a diferenciar lo urgente de lo que puede esperar”, reflexiona en diálogo con Feminacida.
En el jardín de dos turnos y 150 niñes no hay secretaria a cargo del trabajo administrativo. La sobrecarga de las tareas burocráticas y la falta de personal es uno de los principales problemas que enfrentan. En la escuela hay 13 proyectos de inclusión producto de distintos diagnósticos como el Trastorno del Espectro Autista, pero no la suficiente cantidad de acompañantes terapéuticos ni de fonoaudiólogas o psicopedagogas. Ya sea por hospital público o por obra social, conseguirlos es una odisea. El trabajo recae solo en el cuerpo de las maestras.
Agustina dice que en su escuela no hay tanto ausentismo docente, pero sí un gran desgaste: “La mayoría de las maestras trabajan doble turno porque no llegan con el sueldo, entonces terminan agotadas. Esa exigencia lleva a que le bajen las defensas y se enfermen. Tenemos una preceptora que puede cubrir salas, pero a veces no alcanza y vamos la directora o yo”. Y si la auxiliar de limpieza no asiste, las propias docentes y directoras limpian las salas y los baños. También plantean una reducción horaria de la jornada. Cada tanto, esto genera malestar en las familias.
A “la vice” le encanta la sala. Aunque no es lo mismo “entrar y salir un rato” que ver de cerca cada día cómo los niños y niñas se afianzan como grupo, enriquecen su vocabulario o expresión corporal. Por momentos, la extraña “un montón”, pero entiende que su desafío es acompañar a otras docentes. Si antes iba a exposiciones de artes visuales pensando qué recurso llevar para sus actividades como maestra, ahora se la pasa recolectando libros de cuentos, canciones y títeres para las 17 docentes del jardín que les permitan trabajar la ESI o la interculturalidad.
“Le insistimos mucho a las familias para que vengan a las actividades de cierre de proyectos a compartir lo que aprendieron sus hijos/as a través del juego. Somos claras: esto no es una guardería, es una institución educativa”, afirma Agustina. Hace poco simularon un cuartel de bomberos con un autobomba de cartón. Los niños y niñas, vestidos de traje y con cascos, debían seguir las medidas de seguridad y recrear una serie de pasos para “apagar el incendio” una vez que sonaba la sirena.
En esas exposiciones, se ve gran parte del sentido del trabajo, aunque en la rutina de este jardín cercano al mar también abunda la belleza. Algunos niños y niñas suelen llegar dormidos. Los más valientes entran corriendo. Otrxs, a upa de sus madres y padres. A veces caminan con fastidio. En ocasiones, con ganas de jugar. Pero al final de la jornada casi todos y todas se van contentos, listos para contarles a sus familias cómo se divirtieron en el jardín.
—Una se queda tranquila de que cumplimos. Las familias trajeron lo más preciado que tienen, sus hijos, terminó el día y ellos aprendieron, jugaron. Pasaron cosas acá adentro.
Por esas “cosas que pasan” en una jornada de 4 horas –que terminan siendo 5 o 6 para el equipo directivo sin contar el trabajo en el hogar–, Agustina percibe un sueldo cercano a 700 mil pesos.
Escuela de puertas abiertas
Llueve en Madariaga, provincia de Buenos Aires, ciudad de 18 mil habitantes. Es invierno, los árboles que pueblan las principales avenidas están deshojados y las ramas se mueven con el viento. El pronóstico marca 5 grados de temperatura. Así no dan ganas de ir a la escuela. Pero esta vez, el equipo docente decidió proyectar Intensamente, una película de dibujos animados sobre las emociones, para todo el nivel secundario. Los adolescentes celebran que hay pochoclos. Martín, estudiante de Sexto año, llegó temprano. Se acerca a Sheila, la directora.
—Shei, tengo dos primos de mi edad que me dijeron: “Qué bueno que van a ver Intensamente, yo no la vi”.
—Deciles que vengan.
—¿En serio?
—Sí, que venga ahora que ya empieza. ¿Dónde están?
—Enfrente de mi casa. Ahí les digo.
Martín abre WhatsApp y les escribe.
—No me creen que pueden venir —jura el chico.
—¿Cómo se llaman?
—Víctor y Javier.
Sheila le pide un momento el celular y les manda un audio. La voz es aguda y alegre.
—Hola, Víctor y Javier… Chicos, los estamos esperando, salgan ya antes de que arranque la película.
“Ahí los tenías, pibes de 17 y 18 años muertos de risa con una película de Pixar. Jóvenes a los que tal vez nunca llevaron al cine, al teatro o a un concierto. A los que quizás no les leyeron jamás un cuento. Otros directores no dejarían entrar a nadie de afuera. Pero Víctor, que había dejado otra escuela hacía tres meses, se acercó y pidió la vacante. La película fue una puerta de entrada”, describe Sheila a Feminacida.
Además de dirigir la Escuela Secundaria Nº1 de gestión estatal en Madariaga hace casi dos décadas, Sheila Acosta Anzalone, de 55 años, es militante feminista, comunicadora social y escritora. En 2021 publicó La escuela y la alegría, una compilación de cuentos inspirados en la realidad de muchxs docentes que, durante la pandemia, redoblaron sus esfuerzos por hacer llegar la escuela a casa y evitar la deserción escolar.
Para Sheila, uno de sus mayores desafíos como directora es reducir la estigmatización que recae sobre el estudiantado de su escuela, que hasta 2006 fue un bachillerato para adultos. Hoy acuden adolescentes, la mayoría de barrios populares, hijos de trabajadores de la economía informal o de trabajadoras de casas particulares, que en su mayoría perciben ingresos de algún plan estatal, como la Asignación Universal por Hijo.
—Me interesa que la escuela sea el lugar donde los estudiantes puedan encontrar palabras para decir y comprender. Y si no las tenemos, las buscamos.
Sheila vive a 40 kilómetros de la escuela. Viaja en auto todos los días. Si llueve mucho, la ruta “es complicada”. Algunos días empieza a las seis de la mañana porque también da clases. A la mañana o al mediodía, dependiendo del día, inicia su trabajo de ocho horas como directora. Las puertas de la dirección siempre están abiertas a los estudiantes, que van con sus reclamos e inquietudes. “Acá no somos Tronchatoro”, comenta Sheila entre risas. Sus anteojos rojos le hacen juego con el color de pelo y el labial.
Hoy, la jornada inició con un conflicto de convivencia escolar: hubo reunión con los estudiantes para conversar porque ayer rayaron varios bancos. En otras ocasiones, las peleas estallan en las redes sociales y se abren paso en el aula: “¡Andá, pelo duro, que si no venías a mi casa a lavarte con shampoo te lo lavabas con jabón blanco!”.
—Con la crisis se dan cada vez más estas agresiones por dificultades en el acceso a productos básicos. De hecho estamos pidiendo mercadería para todos. Y ahí hay que remarla otra vez, conversar que es muy feo burlarse de eso.
Después, el equipo de conducción se encerró a leer. Falta poco para la reunión del ciclo “Conversaciones pedagógicas” entre directores de la jurisdicción que propone el gobierno provincial. Van a discutir el nuevo régimen académico. “Hablamos de cómo se puede incluir a pibes que quedan afuera del sistema si se flexibiliza la norma”, repone Sheila. Ella ya empezó a insistirle a los estudiantes que tienen varias “materias previas” para que las rindan.
Trescientos estudiantes. Cien docentes. Tres turnos. Hablar. Insistir. Recordar. Acompañar. Uno por uno.
En el recreo, con micrófono en mano, Sheila contó la historia de Fausto Maldonado, un joven de 20 años que cayó de un quinto piso al vacío mientras trabajaba en un edificio en construcción en Pinamar. No fue solo un accidente: la obra no cumplía con los protocolos necesarios de seguridad. Sheila no deja de pensar en sus alumnos. Muchos están a punto de egresar y aplicar a empleos similares como el de Fausto en la costa bonaerense. “Buscamos poner en conversación con la comunidad cómo no se cuida a nuestros pibes en el trabajo”, explica.
A la tarde tocó preparar la merienda porque faltó la auxiliar de cocina: leche chocolatada, pan con dulce de leche o mermelada.
―¿Y la hiciste vos?
―¡Pero claro! A las directoras no se nos caen los anillos por nada.
Sheila es orquestadora de iniciativas de todo tipo. Hace poco inauguraron un “salón de mujeres argentinas” con músicas, artistas visuales y activistas travestis. “Me fui a Mar del Sur a buscar un cuadro de una galería en homenaje a Eva Perón que nos donó una artista plástica”, cuenta.
Frente a la preocupación por la salud mental en los jóvenes, invitó a un jefe de los equipos de salud del hospital de Tandil para conversar sobre los cortes en la adolescencia. También, a una joven sobreviviente de suicidio que empezó a escribir poemas. “Me parecía interesante que contara la experiencia de tramitar ese dolor a través del arte”, explica.
En la pandemia, hasta se le ocurrió armar una radio. Sheila le pidió a los docentes que relataran sus historias personales. Ella contó la suya: fue mamá adolescente, como varias estudiantes de la escuela. Rindió quinto año libre, se anotó en Derecho, dejó de estudiar y tuvo que pensar en una carrera en el distrito en el que vivía. “El objetivo era que los chicos entendieran que las trayectorias no son lineales”.
La Sheila que no deja de contar proyectos escolares con entusiasmo no parece ser la misma que ya presentó su trámite jubilatorio. Pero lo es.
―Son muchas horas y fueron muchos años. Quiero descansar, mirar una serie, tal vez estudiar Psicología. Aunque la escuela va a ser siempre mi otra casa.
Una rectora que escucha reguetón
Cuando era chica, a Analía no le gustaba “jugar a la mamá”. Agarraba sus muñecas, les ponía una lapicera en la mano y un papel enfrente y jugaba a darles clase. Para su cumpleaños, pedía como regalo un pizarrón y borradores. El destino docente era claro. Lo que no supo hasta sus 47 años es que también sería rectora de la escuela a la que fue toda la vida como estudiante. Una secundaria privada y laica en el barrio porteño de Villa Urquiza a la que acuden sectores medios.
―Nunca me interesó la gestión educativa ni hice un solo curso sobre eso en Escuela de Maestros ―jura.
Analía, profesora de Ciencias naturales, se había perfilado como especialista en Educación Sexual Integral. El impulso se lo dieron sus propios estudiantes en 2018, cuando la alentaron a abrirse, junto a una psicopedagoga, la cuenta de Instagram @consultorioesi que hoy tiene 67 mil seguidores. “Ana” también participó en el ciclo audiovisual “Seguimos educando” del Ministerio de Educación de la Nación en la pandemia dirigido a estudiantes de todo el país. Pelo corto marrón oscuro y carré, cara angulosa, tatuaje de flores en el hombro izquierdo, voz didáctica y asertiva. “La profe de ESI”.
En la escuela, Ana muchas veces recibía críticas de otros docentes por su militancia política y feminista. “Tenía un perfil muy combativo”, señala. En los últimos años, por momentos, no la pasaba bien. Hasta que gran parte del equipo directivo renunció o inició su jubilación y las autoridades de la institución le pidieron que fuera la próxima rectora. El desafío era “dar vuelta la secundaria”. Llenarla de chicos. Dotarla de sentido.
Analía empezó en 2022 la transición como directora de estudio y desde junio de este año es rectora. En el nivel medio, dos tercios de estos roles son ocupados por mujeres. Una cifra inferior a la del nivel primario e inicial. A su vez, Ana integra el 5,4 por ciento de directoras noveles de escuelas privadas de todo el país, según el Observatorio Argentinos por Educación. De acuerdo al sindicato Ademys, las rectoras de CABA que no tienen antigüedad en el cargo cobran un piso de $1.392.113 por la jornada completa. En cambio, quienes llevan más de 20 años en ese rol pueden llegar a los $2.206.940.
Para Ana, el trabajo colectivo junto a su equipo de conducción es fundamental en la gestión de la escuela. Otro mandamiento: “Antes del primer mate, nada”, dice entre risas. El primero que llega a la dirección carga agua en el termo. Después, ponen un meme en el vidrio de la oficina para que los estudiantes lo vean mientras van subiendo la escalera. Cada día, uno distinto. También, música en los parlantes: Charly García, Los Redondos, reguetón, ¿por qué no? “De golpe los pibes no pueden creer que suena Bad Bunny en la oficina de la rectora a las 7:30 de la mañana”.
Analía aprovecha cualquier información importante a comunicar para entrar a las aulas. La mayoría de los estudiantes de los últimos años la conocen porque la tuvieron como docente. Las chicas le piden toallitas en el recreo. A Ana le gusta esa complicidad. “Nosotros trabajamos principalmente para los pibes”, asegura. También habla de la necesidad de límites desde lo que llama la “pedagogía del cuidado”. Casos como la toma de fotos a los docentes en clase para burlarlos en las redes sociales –hechos frecuentes en las escuelas– requieren sanciones claras.
El cuidado hacia los 50 profes de la institución es parte nodal de la tarea. Para Ana, un desafío es la recuperación de su motivación, muy horadada después de la pandemia. “La semana pasada lloraron tres docentes con mayor o menor antigüedad por el comportamiento de los pibes. No nos puede pasar que profes que entran al aula con unas ganas bárbaras de enseñar el Teorema de Thales salgan queriendo bajar los brazos. Ahí hay que acompañar al docente y hablar inmediatamente con el curso”, insiste.
¿Y las familias? “Un mundo”. Desde mapadres que se acercan a pedir un cambio de curso de su hijo porque “es el único varón del grupo”, a pesar de que eligió esa orientación, hasta otres que no quieren mandar a sus hijos de 17 años solos a las prácticas de aproximación al mundo del trabajo –obligatorias por resolución– porque nunca tomaron un colectivo. “No quiero ser injusta, estos planteos no son mayoritarios. Pero suceden. Y a veces salen con cada cosa que no lo podés creer. Yo a veces les digo que tal vez se equivocaron de institución. Es imposible hacer una escuela a imagen y semejanza de los deseos e intereses de cada uno”, advierte Ana.
Pero eso no es todo. A esa combinatoria hay que sumarle las modificaciones ministeriales del formato escolar, el régimen académico o los contenidos curriculares. “La burocracia muchas veces termina llevándose puesto el trabajo pedagógico. Después está la corrección política del lenguaje. ‘No es recuperatorio, es intensificación de aprendizajes’. ¡¿Me estás jodiendo? No hay manera. Para los pibes es recuperatorio”.
La palabra de los estudiantes aparece todo el tiempo en la voz de Ana: “Es mentira que no les interesa nada. Vino la Cruz Roja a dar un taller de RCP y les encantó. Otro día hubo un taller de matemagia y no podían creer los cálculos mentales que hacía el matemático, hasta sacaban la calculadora para contrastarlos. Estaban chochos. Pronto haremos murales. De lo que se trata es de salir de la típica feria de universidades y ofrecerles otra cosa”.
Al igual que Sheila y Agustina, Ana se siente más cansada que antes. “Es mucha energía. Subo y bajo escaleras todo el día. Puedo tener al mismo tiempo un piquete de quinto año porque quieren que los dejemos tomar mate en el aula, a una docente que pide que llamemos al médico porque un chico se lastimó, al preceptor pidiéndome urgente una reunión”, ilustra.
Ana podría jubilarse en 9 años. Pero en su cálculo contempla, más que nada, una variable.
—El día que no me entienda más con los chicos. Cuando eso ocurra, tarde o temprano, me voy.