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A 8 años del primer ni una menos: ¿Qué cambió y qué nos falta?

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Por Sol Martínez Ferro y Mariana Peluso

Las efemérides feministas no son un recuerdo para su conmemoración, sino más bien una cita obligatoria con la memoria; un mirar de donde partimos para saber donde nos encontramos actualmente. El 3 de junio de 2015, en la primera movilización de Ni Una Menos, algo estalló en nuestra sociedad que fue inspirador y contagioso para la región y el mundo. Pero ocho años después, los datos no son alentadores: los medios de comunicación registraron 2257 femicidios desde ese entonces. Como periodistas, vemos estos números con gran preocupación y creemos que es fundamental indagar nuestro rol a la hora de narrar, visibilizar y acompañar una situación de violencia. ¿Qué aprendimos en materia de género? ¿Qué cambió y qué nos falta? ¿En qué nos equivocamos?

Nuestro oficio bajo la lupa

Los movimientos feministas cuentan con una historia rica y extensa en todo el mundo. El 2015 no fue un punto de partida sino un momento bisagra: las imágenes de aquellas marchas contra los femicidios y luego por el aborto legal llegaron a las casas de todo el país. La agenda feminista irrumpió en los medios de comunicación y el propio ámbito del periodismo empezó a ser revisado por la sociedad, pero también desde adentro.

En principio, queremos subrayar que, si bien un asesinato es la cara más extrema de la violencia de género, esta acción responde a una cadena de acciones y conductas previas, algunas más visibles que otras. Una buena manera de adentrarnos en esta problemática es valernos de la Ley N° 26.485 de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres. En ella, la violencia está tipificada no solo en su forma física, sino también psicológica, sexual, económica/patrimonial, simbólica y política. Además, se contempla en distintas modalidades: doméstica, institucional, laboral, obstétrica, mediática y contra la libertad reproductiva.

Muchas de estas expresiones no eran consideradas noticiables por distintos motivos. Además de ser contempladas dentro del orden de la “vida privada” de las personas, suelen estar naturalizadas y por eso ser difíciles de percibir. Pero para desandar este entramado es fundamental insistir en que un femicidio no es un hecho aislado. Los números lo demuestran: del total de víctimas en los últimos ocho años, el 17% había realizado al menos una denuncia por alguna situación de violencia y el 10% tenía una medida judicial.


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Parte de nuestro rol como periodistas es entonces ampliar la mirada: narrar estas prácticas, ponerles palabras en nuestras columnas o darles minutos al aire es una de los recursos que tenemos para intentar incidir en este escenario desalentador. Nombrar estas violencias como tales puede permitir detectarlas a tiempo y evitar un desenlace irreversible.

Ahora bien, en el afán de visibilizar una denuncia, podemos incurrir en algunos hábitos muy frecuentes pero desafortunados. Ahondar en detalles innecesarios puede ser revictimizante y amarillista, además de exponer a la víctima. Entonces, cabe preguntarnos, ¿qué aportan ciertos datos de un crímen a la discusión pública? ¿Es relevante la vestimenta que llevaba puesta una víctima o el hecho de que saliera a boliches los fines de semana? Y, en otro sentido, ¿por qué querríamos mostrar, por ejemplo, los moretones en una joven producto de una situación de violencia? ¿O una foto del cuerpo de una víctima de femicidio? ¿Por qué la expondríamos de esa manera? ¿Solo por un click más?

Algunos consensos y muchas preguntas

Al momento de cubrir un caso, algunas líneas pueden ser finas, pero tenemos una premisa muy clara: queremos contar una historia, pero resguardando la intimidad y la integridad de la persona afectada. Valernos de datos duros como los del informe que acompaña este texto es un buen recurso para contextualizar una situación y dar cuenta de que estamos ante un problema de orden social, no individual. Pero narrativas como “otro abuso sexual en Buenos Aires” pueden ser anestesiantes para las audiencias y contribuir así a un efecto de naturalización de la violencia. Apuntamos, entonces, a transmitir un equilibrio entre el contexto y la singularidad de cada hecho.

Otra idea muy instalada que circula cada vez que un femicidio es noticia es que los violentos serían “locos” o “enfermos”. Este estereotipo construido patologiza e individualiza su accionar, pero no se sostiene ante los datos. ¿Cómo explicamos, sino, más de dos mil asesinatos en ocho años? ¿Todos esos asesinos son “monstruos”? ¿O será, como planteábamos más arriba, que son el último eslabón de una cadena de “micromachismos” propios de cualquier hijo de vecino? Contrario a lo que podría suponerse, en la mayoría de los casos el lugar más peligroso no es un callejón a oscuras, sino el propio hogar: seis de cada diez asesinatos tuvieron lugar en la vivienda de las víctimas y fueron perpetrados por sus parejas o exparejas.


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En este punto, queremos aclarar que estas reflexiones no constituyen un manual ni una receta que resuma “cómo comunicar con perspectiva de género”. Si bien existen consensos y recomendaciones, no hay una forma única e inmutable de hacer periodismo –ni de ser feminista–. Una cuestión central que puede ser parteaguas es la pregunta por el castigo hacia los victimarios, las grandes limitaciones del punitivismo y la falta de soluciones estructurales.

Si decimos que el problema de la violencia es social, no es posible sostener que haya una salida en los castigos individuales; menos aún si tenemos en cuenta las falencias históricas de nuestro sistema penal. Esto no significa que no alentemos a las víctimas a denunciar –todo lo contrario–, pero siglos de historia evidencian que el recrudecimiento de las penas no ha provocado una reducción de la violencia, sino el efecto opuesto. ¿Alguien podría creer que la cárcel permite una posterior reinserción en la sociedad? Incluso nos arriesgamos a preguntar: ¿Qué “reparación” ofrece realmente una condena perpetua? ¿Qué idea de “justicia” está detrás de esa postura?

Estos cuestionamientos nos permiten revisar nuestras propias experiencias pasadas, como en el caso de los conocidos “escraches”. La consigna persiste y los datos la sostienen: hay que respaldar a las víctimas. El porcentaje de denuncias por abuso sexual que resultaron falsas es mínimo. Pero esto no puede hacernos perder de vista derechos fundamentales para cualquier proceso judicial, como la presunción de inocencia previa a una condena. Estamos convencidas de que el linchamiento social solo agrava situaciones de por sí complejas. Quien debe determinar la culpabilidad o no de un acusado es la justicia. Si, como ya sabemos, esta no funciona como debería, una de las arduas tareas que tenemos por delante es precisamente exigirle perspectiva de género.


Créditos: Micaela Arbio Grattone

El cambio también es hacia adentro

Durante todo este camino, la tarea de problematizar y transformar las lógicas periodísticas y mediáticas no resultó gratis. Las acciones tanto de las comunicadoras feministas como de los medios de comunicación que abordamos la realidad desde esa perspectiva son constantemente cuestionadas, discutidas y desestimadas. No es un dato menor que los medios de comunicación nacionales esten en su inmensa mayoría administrados y conducidos por hombres cisgénero: según el Foro de Periodismo Argentino (FOPEA), hasta el año 2021 solo el 14% tenían mujeres ocupando posiciones de jerarquía.

Incluso existen represalias concretas entre quienes intentamos alzar la voz. Hace menos de un mes tomó relevancia el caso de la periodista Luciana Peker, quien denunció amenazas y hostigamiento ante la justicia hace más de dos años. Peker acompaña a Thelma Fardín desde el inicio de su proceso de denuncia contra Juan Darthés, y ha recibido mensajes de odio desde diferentes líneas telefónicas a nombre suyo y de la propia Thelma.

Una semana después, otra periodista, Griselda Blanco, fue asesinada en su domicilio en la ciudad de Curuzú Cuatiá, Corrientes. Su familia sostiene que se trató de un homicidio que buscaba silenciarla, ya que ella había denunciado públicamente el mal desempeño de la policía local y un caso de mala praxis en un hospital. “Lo que corre riesgo no solo es la posibilidad de que haya justicia en los casos de abuso sexual, sino la posibilidad de hablar. Hoy hablar y escribir puede ser peligroso y no hay real libertad de expresión”, escribió Peker en una columna días antes.


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Para intentar incidir en este escenario y transformar todas estas lógicas aún vigentes en nuestro oficio, tenemos la convicción de que es urgente la aplicación de medidas como la Ley N° 27.499. Conocida como “Ley Micaela”, nació del dolor a partir del femicidio de la joven de Entre Ríos. Fue sancionada en 2017 y obliga a funcionaries de los tres poderes del Estado a capacitarse en género.

Con el mismo espíritu, en 2021 se desarrolló un proyecto para trasladar este requisito a les propietaries y trabajadores de la comunicación. Esta iniciativa se construyó a partir del tratamiento mediático revictimizante que recibió el caso de Micaela García. Fue impulsada por la Red de Medios Digitales, de la cual Feminacida forma parte, y desde la cual entendemos la enorme influencia y la responsabilidad social que tenemos como periodistas. Aún no fue tratada en el Congreso, pero todos los días, un conductor de televisión, una publicidad en la calle o un titular en internet nos recuerdan que sigue siendo una demanda urgente.


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