Hace varios días que entre las personas que conformamos Feminacida discutimos sobre la entrevista que está en agenda. No dimos con ninguna conclusión muy distinta a la que llegaron varias de nuestras colegas, por eso, nos tomamos el tiempo necesario para decir “algo” en un momento donde siempre hay que salir a decir. Más allá de la repulsión que nos genera la figura en cuestión, a la que decidimos no darle entidad en nuestro portal, más allá de la forma errónea de abordar la entrevista, del enojo de tener que poner en debate nuevamente cosas que creíamos un poco más saldadas, ¿qué hacemos con la bronca? ¿Hay una única salida? ¿Es una solución no ver más a los tipos que están en los streamings?
Nuestro medio es, sin dudas, un medio feminista. Nosotras construimos una comunicación que intenta no reproducir violencias ni estigmatizaciones, que busca preponderar historias y voces que en otros medios de comunicación no tienen lugar y que, además, intenta romper con ciertas dinámicas patriarcales y machistas en la forma de practicar el periodismo. Pretendemos el ejercicio de una comunicación más plural, más empática, más equitativa y por eso luchamos a diario. A veces nos sale, muchas otras no.
Si hay algo que sabemos en Feminacida es que, ante todo, ejercemos un periodismo militante y profundamente político; y en esta percepción de la vida, constantemente nos enfrentamos al desafío de encontrar estrategias para mostrar que nuestra forma de ver el mundo es una forma mucho más justa.
En estos últimos dos años, las comunicadoras feministas no solo nos vimos maltratadas y perseguidas, también nos vimos expulsadas de muchos de los espacios de debate político. Nos intentan arrinconar nuevamente para que tengamos que dar las discusiones pidiendo permiso y, en muchas oportunidades, nos quedamos hablando solas, entre nosotras. Perdimos convocatoria y capacidad de diálogo. ¿Quién no escuchó a alguna amiga o compañera frustrada por ya no sentirse convocada por el movimiento? La época nos exige un poco más.
Parece que nos toca volver a dar discusiones que creíamos saldadas y de nuevo exigirle a la sociedad, a los varones y a los medios —incluso a los que se definen progresistas o cercanos al feminismo— que pongan sobre la mesa nuestros debates. Es válido y tremendamente necesario marcarles la cancha: de ellos esperamos mucho más. Pero eso no significa obturar, ni mucho menos cancelar –palabra muy usada en estos días–. Tenemos que retomar las estrategias que nos permitieron entender las demandas populares para transformarlas en la bandera de todas, hasta de las que no se consideraban feministas, y el camino no es cerrando la puerta, es más bien marcando el rumbo de lo que creemos será un futuro más justo. Sobre todo, exigiendo respuestas a quienes realmente tienen que darlas.
Las discusiones pueden ser saludables, pero también pueden volverse dañinas; sobre todo cuando se transforman en hostigamiento hacia las mujeres que trabajan en esos medios que no son feministas. Ahí es necesario marcar un límite. Lo vivimos en 2015 con las compañeras que decidían seguir participando de grandes medios como Clarín y La Nación, cuando se les exigía que abandonen los espacios no feministas para validarlas como interlocutoras, y lo vemos hoy con lo que pasó en un canal de streaming.
Estamos en un momento complejo, compañeras, y como ayer señaló Ofelia Férnandez el feminismo es una militancia política y viene con los términos y condiciones de la militancia política, toda. Lo que implica saber que las cosas que nos molestan hay que intentar cambiarlas y ese cambio hay que defenderlo con muchas herramientas. Construir túneles de vaginas no es mala idea, como sugiere Male Pichot.
El feminismo que militamos desde Feminacida no es, ni va a ser, un feminismo impoluto, sin errores, sin cambios de rumbo, ni equivocaciones. Por lo contrario, es aquel que nos permite habitar los espacios con contradicciones, con incomodidades. Porque nosotras mismas, hacia adentro, las tenemos. Y si hoy gobierna quien gobierna, no es por nuestra culpa, ni mucho menos por habernos pasado tres pueblos, pero sí nos obliga a pensar en cómo se establecen los diálogos y las discusiones públicas, en cómo hacemos para volver a convocar a quienes estuvieron y ya no están tan adentro o a quienes ni siquiera entienden de qué hablamos. Ese es quizás, y siempre lo fue, nuestro mayor desafío.
Gritemos con furia, levantemos la voz cuando son ellos los que se pasan dos pueblos, seamos esa audiencia crítica que les dice “che, este es el límite”. Que tengan que pedir perdón, y en todo caso, como sucede con cualquier medio de comunicación, pierdan un par de seguidores, pero no demos por concluido nada; más bien recuperemos esa potencia.
Porque por eso somos un feminismo político, un feminismo que necesita convencer de que la vida en los términos en los que la pensamos nosotres es más justa y más equitativa, un horizonte deseable. Pero como toda discusión política, y como un aprendizaje de estos tiempos, tenemos que saber —por mucho que nos duela y pese— que ninguna discusión está saldada. Y si pretendemos una interseccionalidad y una amplitud para algún día ser mayoría tenemos que, cada tanto, sentarnos a hablar y recordar lo que molesta.
Necesitamos medios como el nuestro, que desde una agenda puramente feminista sostengan estos debates. Pero también necesitamos de los otros, de los más mainstream, para que tomen nuestras discusiones, entrevisten haciendo las preguntas que hay que hacer, amplifiquen nuestra mirada e incluyan compañeras en sus equipos. Porque, lamentablemente, no somos mayoría. Y mientras no lo seamos, nuestra tarea es doble: sostener nuestra voz y, al mismo tiempo, interpelar y exigir a quienes tienen más poder de instalar temas en la conversación pública que lo hagan como corresponde.