Silvana tiene 51 años y es mamá de tres hijos. En la década del ‘90 fue madre adolescente y dio a luz a su primera hija: Camila. La niña nació a las 29 semanas en un parto normal, pero las cosas se agravaron: el cordón umbilical se había enrollado alrededor de su cuello y, al tensarse, interrumpió el flujo de oxígeno. Esa asfixia perinatal derivó en una encefalopatía crónica no evolutiva que la dejó cuadripléjica y completamente dependiente.
Camila no sostiene la cabeza, no realiza movimientos voluntarios y requiere apoyos cotidianos para llevar adelante el día a día: botón gástrico, bomba de alimentación, oxígeno para dormir, medicación, pañales e insumos de uso permanente. “Nuestro caso es muy complejo, porque nuestra hija depende de nosotros al 100 por ciento y eso implica un desgaste físico muy grande, y psíquico también. Laboralmente estamos muy limitados. Nos dividimos entre dos, mi marido y yo. Cuando uno de los dos trabaja, el otro hace de cuidador, y eso nos limita económicamente”, explica Silvana.
La historia de Camila también es la historia de un sistema que, lejos de acompañar, se torna hostil.

Verónica es docente universitaria y madre de un niño de 11 años con síndrome de Down, que además posee una cardiopatía congénita que exige controles permanentes. Ambos están afiliados a una prepaga y ella es la responsable de sostenerlo económica y afectivamente. En diciembre de 2023 pagaban 60 mil pesos de cuota familiar. Hoy pagan 340 mil. “Se multiplicó por cinco. Eso solo ya es imposible de sostener”, señala.
A esto se suman nuevas barreras: si la cuota no está al día, no se otorgan turnos ni los reciben en guardia, los salarios quedaron completamente desfasados, el aumento de los alquileres y servicios vuelve inmanejable el costo de la vida cotidiana. La tarjeta de crédito, que nunca se usaba, pasó a ser la forma de pagar comida y salud.
Pero lo más duro llegó con la renovación del Certificado Único de Discapacidad (CUD). La junta médica, en reiteradas oportunidades, rechazaba incluir la cardiopatía congénita de su hijo, a pesar de haber sido operado del corazón antes de los dos años.
Solo después de múltiples insistencias lograron agregarlo. “La verdad que cuando salgo me enoja todo esto, después me relajo y lloro, pero no de tristeza, sino de impotencia”, cuenta.
Silvana, por su parte, explica que desde los años noventa la relación con el sistema de salud y las obras sociales fue siempre burocrática y desgastante, pero que en los últimos dos años de gobierno de Javier Milei, la situación se complejizó más. El centro de día al que Camila asistía cerró sus puertas definitivamente por el desfinanciamiento y la falta de actualización de los aranceles. “Ese lugar era su vida social”, sintetiza.
El deterioro no se limita a los espacios comunitarios. La renovación de la electrodependencia, que antes demoraba veinte días, llegó a tardar cuatro meses por “acefalías en las firmas” y falta de autoridades que pudieran validar las resoluciones. La lista sigue: insumos importados que dejan de llegar, desabastecimiento, trámites repetidos cada tres meses, profesionales que abandonan sus puestos de trabajo porque los honorarios no alcanzan y equipamientos ortopédicos, como sillas de ruedas o tablas de prono, se vuelven imposibles de conseguir.
“Vivimos en la angustia de no saber si lo que necesitamos va a estar. El Estado se achica y todo se derrumba”, afirma Silvana. En este sentido, el militante disca, conductor y periodista Daniel Arzúa, sostiene: “La situación que se vive en materia de discapacidad no se vivió en ningún otro momento desde el retorno de la democracia. La precariedad de las prestaciones y los recortes presupuestarios no tienen antecedentes”.

Si bien cada 3 de diciembre se conmemora el Día Internacional de las Personas con Discapacidad —instaurado por la ONU en 1992 para promover derechos, inclusión y accesibilidad—, en nuestro país esta fecha convive hoy con un escenario profundamente adverso. En junio de 2025 el Congreso sancionó la Ley 27.793 de Emergencia Nacional en Discapacidad, destinada a garantizar derechos esenciales: actualización de pensiones no contributivas, cobertura de salud, transporte, rehabilitación, fortalecimiento a prestadores y un marco institucional sólido para la inclusión.
Sin embargo, meses después, el gobierno del presidente Javier Milei vetó la ley en su totalidad, argumentando problemas fiscales. Aunque el Congreso rechazó el veto y restituyó la norma, el Poder Ejecutivo la promulgó suspendiendo su aplicación hasta contar con partidas presupuestarias específicas.
En otras palabras: la ley está, pero no se ejecuta.
Arzúa explica que antes, aunque la burocracia siempre existió, la Superintendencia de Servicios de Salud (SSS) intervenía a favor de las personas con discapacidad. Hoy, afirma, el Estado nacional aparece alineado con las obras sociales y no con los usuarios. También denuncia el congelamiento prolongado de los nomencladores, que llevó al cierre de espacios, a la pérdida de profesionales y al deterioro de la calidad de vida: “Quienes pierden son siempre las personas con discapacidad y sus familias”.
Estas historias no son excepcionales: condensan una problemática que atraviesa a miles de familias en todo el país. En una coyuntura en la que la violencia institucional y el ajuste recaen sistemáticamente sobre los sectores más vulnerados, la urgencia es clara. “Hay una ley de emergencia en discapacidad que se votó cuatro veces, se aprobó en Diputados, se aprobó en Senadores y se rechazó el veto en ambas cámaras; lo que hay que hacer es cumplir la ley y punto”, enfatiza Arzúa.
¿Cómo garantizar derechos cuando los servicios básicos se suspenden, se reducen o se vuelven inaccesibles? ¿Qué sucede con las familias cuidadoras cuando el Estado se retira y la inclusión queda limitada al esfuerzo individual?
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La discapacidad no es una tragedia individual, sino una cuestión colectiva que exige políticas públicas, sensibilidad y acompañamiento de las instituciones. Cuando esas estructuras fallan, la carga recae sobre las familias que ponen el cuerpo y las emociones de quienes cuidan que enfrentan la desigualdad desde múltiples frentes: económico, afectivo, laboral y social.
“No somos madres especiales. No podemos más que las demás. Estamos agotadas, esto nos va destruyendo la salud a nosotras, tanto mental como psíquicamente y nuestros hijos nos necesitan saludables y vivas”, concluye Verónica.
Foto de portada: Laura Dalto


