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Apagarlo todo: el silencio como una forma de habitar la era digital

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La saturación digital se intensificó post pandemia, también el deseo de apagarlo todo. Como si el encierro hubiera dejado una secuela: el hartazgo de estar siempre disponibles. La frase ya popular: “Lo viejo funciona, Juan”, parece tener cada vez más sentido como un posible desenlace. ¿Hasta dónde aguanta el cuerpo de quienes vivimos con el celular en la mano? ¿Es posible desconectarse de verdad? ¿O más bien se trata de un impulso, una falsa ilusión, que nos invita a creer en un futuro un poco menos agotador? ¿Habrá una vuelta a lo analógico, o internet ya lo rompió todo?

Diseño de portada: Taiel Dallochio


El cansancio de hoy pareciera estar codificado de una forma distinta a la de antes. No se debe sólo al trabajo físico, sino a un tipo de agotamiento más difuso, más difícil de nombrar: el que produce la disponibilidad sin pausa, la demanda constante, la sobrecarga de estímulos y la exposición exigida del deber ser. A la precarización y a los múltiples trabajos, se le suma la digitalidad como una tercera jornada. Las nuevas tareas son: contestar mensajes, responder mails, actualizar redes, subir algo, ver qué subieron los demás; pero sobre todo, estar siempre disponible. 

Estar “a full” es la nueva forma de mostrarse al mundo. Hay que estar a full, porque si no estás en esa, es de mínima raro. También lo es mirar el celular y no tener algún mensaje para responder. El otro ya no sólo te escribe, te demanda o espera verte producir contenido, compartirlo, explicar en qué andás, responder sus mensajes. Vivimos en una deuda permanente con quienes están del otro lado, un lado que te requiere y te tiene disponible las 24 horas del día, los 7 días de la semana.  “Ah, pero no subiste nada a las redes”, me dice una amiga después de que le conté que mi perrita había cumplido años. Como si subirlo a las redes le hubiera dado otro significado. Uno más importante y mejor. “¿Para quién? ¿Para qué?”, me quedé pensando. Si los perros –por suerte para ellos– no usan redes. 

“El cuerpo de esta época es un cuerpo agotado que no logra dormirse nunca. Hemos construido un mundo de vigilia permanente donde la forma mágica y, por tanto, imposible, de “zafar” del engranaje es largar todo”, dice Juan Di Loreto en su artículo “Largar Todo” de la Revista Panamá. Es que claro, cuando pensamos en la posibilidad de apagarlo todo, no es tan simple. Porque hasta el descanso parece tener que justificarse y mostrarse, sino no fue un descanso real. E irse después implica “ponerse al día”, contestar lo acumulado, explicar qué hacías mientras no respondías. Como si la pausa o el salirse de esa dinámica fuera sospechosa; un problema más que una solución. Cuando les pregunto a varias personas si podrían continuar su vida normal sin celular por un par de semanas, la respuesta automática es que no. “Lo uso para trabajar”, “Tengo mi vida ahí”, “No sabría cómo hacerlo”, son algunas de las cosas que me dicen. La verdad es que yo tampoco, y de mínima me preocupa o entristece. 

Entonces, ¿quién nos rescatará del ruido mental y de la imposibilidad de estar en silencio? Si bien es real que existen quienes sufren de “nomofobia”, que es la ansiedad por separación del smartphone, también hay muchos que están/estamos agotados de llevarlo siempre con nosotros y son los cuerpos los que están efectivamente pidiendo otra cosa. Como nombra Byung-Chul Han en “La sociedad del cansancio”: “Las enfermedades neuronales como la depresión, el Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDHA), el Trastorno Límite de la Personalidad (TLP) o el Síndrome de Desgaste Ocupacional (SDO) definen el panorama patológico de comienzos de este siglo”. Los niveles de utilización de pantallas están llegando a su punto más alto, así como el agotamiento y el rechazo a ellas. 

El mercado ya se enteró de esto, por eso las publicidades en Google ads, Meta ads y TikTok son cada vez menos efectivas y más costosas. Además, las nuevas propuestas de valor pasaron a estar en la presencialidad. La saturación es real y es digital. Hoy en día abrir Instagram ya no significa ver contenido de tus amistades, significa estar expuesto a una eternidad de noticias y publicidades que solo se terminan cuando volvés a bloquear el celular —si tenés desactivadas las notificaciones—. 



El ocio, ¿existe?

En “El entorno digital. Breve manual para entender cómo vivimos, aprendemos, trabajamos y pasamos el tiempo libre hoy,” Pablo Boczkowski y Eugenia Mitchelstein exponen que “la principal consecuencia del auge de lo digital en el mundo contemporáneo es que se ha convertido, más que en una serie de tecnologías discretas, en un entorno que envuelve y moldea prácticamente todos los aspectos importantes de la vida cotidiana”. En la tercera parte del libro, los autores se dedican a pensar qué está pasando con el ocio y proponen analizar lo que sucede con la aparición de las noticias digitales: “Los individuos solían abrir un diario o sintonizar un noticiero, prestar atención al contenido, apartarse cuando terminaban y luego dejar de prestar atención a las noticias”. 

Hoy, como señala Homero Gil de Zúñiga, las noticias ya no se buscan: nos encuentran. Aparecen solas —las buenas y las malas—, empujadas por el algoritmo, en un scroll infinito que invade incluso los momentos de descanso. El ocio —ese que antes tenía algo de pausa, de desconexión, de intimidad con lo propio— se volvió un terreno invadido por la sobreinformación o la mala información. El nuevo zapping ya no es con el control remoto, sino con el dedo: entre tiktoks, reels, tweets y links cruzados en lo que resulta un baldazo de cosas que ni siquiera sabíamos si queríamos ver. 

¿Leer un carrousell en Instagram es ocio? ¿Responder un mensaje una tarea más? ¿Grabar una story en vacaciones es trabajo? Lo digital no sólo está ocupando nuestro tiempo: moldeó nuestra manera de vivir y de descansar. Incluso cuando no estamos haciendo “nada”, estamos mirando algo, leyendo algo, contestando o recibiendo. Nuestro descanso también se volvió multitarea. Ni siquiera terminamos de despertar que ya tenemos mensajes —deudas— que atender. 

Y ni siquiera podemos entender al multitasking como un avance. Por el contrario, es un signo de deterioro. Como afirma Byung-Chul Han, no se trata de una capacidad sofisticada del ser humano, sino de una regresión: una forma de atención dispersa que remite a los mecanismos de supervivencia animal en la selva. Estar atentos a todo, todo el tiempo. 



¿Dónde podremos descansar?

La Generación Z parece ser quien primero entendió esto, o tal vez es la víctima más consciente de sus efectos. Por eso, por ejemplo, construye perfiles de Instagram sin publicar contenido. Pero, ¿es esta la solución? ¿Existe una forma de atrincherarse contra el agotamiento digital? 

Sin dudas, hay algo en los cuerpos que se resiste. Por eso en estos tiempos proliferan algunas prácticas de fuga: quienes se van de redes, quienes compran dumb phones (celulares sin internet), quienes optan por consumir contenidos en papel, o asisten a actividades que no son mediadas por la tecnología —como los talleres de cerámica, que tan de moda están—. Esas microestrategias no son simples gestos individuales: son intentos de reescribir el tiempo, de restaurar un vínculo más amable con uno y con el entorno.

También están quienes eligen limitar sus horas frente a la pantalla, desactivar notificaciones, o hacer ayunos digitales como si se tratara de un nuevo régimen de autocuidado. Aunque a veces parezcan medidas insuficientes o contradictorias en el fondo muestran un síntoma: algo no está bien. 

El resurgimiento de lo vintage expresa un poco esto. También la lentitud como gesto político frente al vértigo del scroll y la exigencia de inmediatez. Tomarnos el tiempo de habitar, de llegar, de percibir. Pequeñas prácticas que interrumpen la lógica del x1.25 o x2. La lentitud no como demora sino como otra forma de atender. Una que no se mide en términos de productividad, sino de atención. 

La resistencia más profunda, quizás, sea el abandono de lo performático. No la story avisando “me voy por un tiempo”, sino la decisión silenciosa de no estar. De desaparecer un rato sin decir por qué o el silencio como una forma más sana de habitar.



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