Un informe del Centro de Derechos Reproductivos documenta cómo la exposición a agrotóxicos vulnera la salud reproductiva de mujeres y niñas en comunidades rurales de América Latina. Abortos espontáneos, infertilidad y falta de acceso a la Justicia configuran una crisis silenciosa que el Estado sigue sin atender.
“Siempre se dijo que hay que ir al campo para respirar aire puro. Bueno, eso ya no existe más”.
La frase es de Mauricio Cornaglia, integrante de la Multisectorial Paren de Fumigarnos–Santa Fe, y resume una realidad que atraviesa a gran parte de América Latina, una región que concentra el 51% del uso mundial de agrotóxicos. Solo en 2020, Argentina aplicó 241.294 toneladas de estas sustancias, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Sin embargo, en el país la discusión sobre el envenenamiento sistemático de la población parece continuar siendo de “nicho” y no un debate nacional.
Las noticias hablan de arsénico o glifosato en el agua, de verduras contaminadas, de ríos y hasta de lluvias con residuos de pesticidas. Pero los efectos de los agrotóxicos sobre la salud reproductiva de mujeres, niñas y disidencias permanecen, en gran medida, silenciados.
Esa dimensión es la que aborda el nuevo informe del Centro de Derechos Reproductivos, consultado por Feminacida, que documenta —con evidencia científica y testimonios— el aumento de abortos involuntarios, partos prematuros, infertilidad, alteraciones endocrinas y daños transgeneracionales, principalmente en comunidades rurales de Argentina, Brasil y Colombia. La investigación, titulada “Nos están envenenando: daños a la salud reproductiva causados por agrotóxicos en América Latina”, concluye que la exposición a estas sustancias interfiere en procesos hormonales esenciales y afecta de manera desproporcionada a mujeres campesinas, afrodescendientes e indígenas.
En Argentina, los datos son especialmente alarmantes. Según el Instituto de Salud Socioambiental, las mujeres expuestas a fumigaciones tienen un 75% más de probabilidades de sufrir un aborto involuntario durante el primer trimestre que aquellas que no lo están. En la provincia de Santa Fe, entre 1996 y 2018, los abortos involuntarios en comunidades expuestas a agrotóxicos casi se quintuplicaron.

“Las mujeres que entrevistamos sobre qué tan normal es un aborto espontáneo tenían súper naturalizado que dentro de su círculo cercano cinco o seis mujeres hayan sufrido un aborto espontáneo”, contó a este medio Cristina Rosero Arteaga, asesora legal senior para América Latina y el Caribe del Centro de Derechos Reproductivos e investigadora principal del informe. Y agregó: “La conversación sobre agrotóxicos suele centrarse en la contaminación ambiental o en enfermedades como el cáncer, pero históricamente no se puso el foco en la salud reproductiva. Que se trate de un tema asociado a las mujeres hace que quede relegado, atravesado por discriminaciones estructurales”.
A días de un nuevo aniversario de la sanción de la Ley 27.610 de Interrupción Voluntaria del Embarazo, que reconoció el derecho de las personas gestantes a decidir sobre sus cuerpos, el informe vuelve a poner sobre la mesa una dimensión muchas veces omitida del debate público: la salud reproductiva también se vulnera cuando los embarazos se pierden por causas evitables, cuando la fertilidad se ve afectada por la contaminación y cuando vivir en un territorio fumigado condiciona la posibilidad misma de gestar, continuar o interrumpir un embarazo de manera libre y segura.
En ese contexto, la ausencia de una ley federal que regule el uso de agrotóxicos profundiza la desprotección. Argentina utiliza 340 ingredientes activos, de los cuales 120 están prohibidos en la Unión Europea, y casi el 80% de los alimentos analizados presentan residuos de pesticidas o sustancias vetadas en ese bloque. Un escenario que vuelve casi imposible exigir responsabilidades y reparaciones en la Justicia.
Caso Pergamino
El estudio advierte que los agrotóxicos interfieren en procesos hormonales esenciales y pueden provocar infertilidad, partos prematuros y daños que se extienden a futuras generaciones. Tal es el caso de Sabrina Ortiz, quien vivía en Villa Alicia, un barrio de Pergamino, provincia de Buenos Aires. Frente a su casa había un campo de soja que se fumigaba de manera periódica con agrotóxicos. Durante años realizó denuncias en el municipio, pero la mayoría fueron descartadas o directamente no recibidas.
En 2011, tras una fumigación aérea, sufrió una intoxicación severa y perdió un embarazo. Luego vinieron dos accidentes cerebrovasculares, en 2014 y 2015. Años más tarde, en el marco de una causa judicial, estudios de orina realizados a ella y a sus dos hijos detectaron altos niveles de glifosato y AMPA, el principal producto de degradación de ese herbicida. Hoy, sus hijos padecen graves complicaciones de salud y su esposo sufre afecciones respiratorias crónicas.
Acceso al sistema de salud
El caso de Sabrina no es un hecho aislado. Forma parte de una trama más amplia de vulneraciones a la salud reproductiva que el sistema de salud no logra —o no quiere— atender. Cristina Rosero Arteaga habló de una “discriminación estructural” que hace que la atención médica se concentre en los efectos generales de los agrotóxicos, pero deje fuera sus consecuencias específicas en mujeres y niñas.
En esa misma línea, Mauricio Cornaglia advirtió que en las zonas fumigadas “muchos médicos y médicas miran para otro lado y no vinculan el problema del paciente con el entorno en el que vive”. Según explicó, el temor a perder el trabajo o a sufrir represalias funciona como un disciplinamiento que desalienta la investigación de las causas reales de los padecimientos y deja a las personas afectadas sin respuestas ni acompañamiento.
“Estamos ante una crisis silenciosa de salud reproductiva. Las mujeres y niñas rurales están en contacto frecuente con agua contaminada, trabajan en campos fumigados durante los embarazos y carecen de información sobre los riesgos a los que están expuestas”, analizó Catalina Martínez Coral, vicepresidenta para América Latina y el Caribe del Centro de Derechos Reproductivos. Cuando sufren abortos espontáneos o complicaciones, agregó, los sistemas de salud precarios suelen responsabilizarlas por “nerviosismo” o “falta de cuidado”, negándoles información y reparación.
En ese contexto, Cristina detalló que existe un muy fuerte incremento en los abortos espontáneos entre las personas expuestas a fumigaciones en comparación con la que no lo están. “En Colombia tuvimos el caso de una mujer que llevaba nueve embarazos sin complicaciones y comenzó a tener problemas para gestar después de las fumigaciones con glifosato. Cuando buscó atención médica, nadie le habló de contaminación: le dijeron que estaba estresada”, relató. Incluso cuando ella planteó la posibilidad de que los síntomas estuvieran vinculados a las fumigaciones, la respuesta institucional fue que “se estaba haciendo ideas”.
En Argentina, la criminalización de mujeres que atravesaron abortos espontáneos aparece como una capa más de esta violencia estructural. Lejos de ser acompañadas, muchas son sometidas a miradas de sospecha, interrogatorios y prácticas médicas que las responsabilizan por pérdidas gestacionales que pueden estar directamente vinculadas a la exposición a agrotóxicos. Así, el daño ambiental se traduce también en castigo moral y disciplinamiento: no solo se enferman los cuerpos, sino que se pone en duda la palabra de quienes pierden un embarazo, profundizando el silencio y la impunidad de un modelo productivo que sigue sin ser cuestionado.
Sin justicia ni reparación
Yaneth Valderrama tenía 27 años y vivía con su esposo y sus dos hijas en una zona rural del municipio de Solita, Colombia. En 1998, mientras cursaba un embarazo de aproximadamente 14 semanas, fue fumigada con glifosato por avionetas de la Policía Nacional mientras lavaba ropa en un arroyo cercano a su casa. Poco después comenzó a presentar manchas en la piel, dificultades respiratorias, dolores intensos y calambres uterinos. Fue trasladada a un hospital en Florencia, donde se confirmó la muerte fetal.
En los meses siguientes, su salud se deterioró rápidamente. A pesar de acudir reiteradas veces al sistema de salud, nunca recibió un diagnóstico claro sobre las causas de su cuadro. Al año siguiente, Yaneth murió. Su familia se desplazó del territorio por miedo a nuevas fumigaciones. El caso fue admitido por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) como una grave vulneración de derechos humanos y se convirtió en un ejemplo paradigmático de los obstáculos para acceder a justicia en contextos de contaminación.
Rosero Arteaga explicó que incluso cuando las personas logran identificar que sus problemas de salud están vinculados a los agrotóxicos, acceder a una reparación judicial resulta casi imposible. “La carga de prueba que la Justicia les exige a las víctimas es absurda”, sostuvo. En el caso de Yaneth, detalló, su esposo hubiese tenido que actuar como un experto toxicólogo: tomar muestras en una zona rural atravesada por el conflicto armado, trasladarlas durante horas, enviarlas al exterior —porque Colombia no tenía capacidad para realizar esas pruebas— y luego presentar evidencia científica ante un juez administrativo. “Era una demanda destinada al fracaso”, sintetizó.
El informe del Centro de Derechos Reproductivos señala la urgencia de flexibilizar la carga probatoria en estos casos. “Existe demasiada evidencia sobre la toxicidad de estas sustancias. A tal punto que, si perdés un cultivo por contaminación, podés acceder a una reparación, pero no si perdés a tu mamá o a un familiar”, remarcó Arteaga. La desigualdad de poder entre Estados o grandes empresas y personas que viven en zonas rurales vuelve casi inaccesible cualquier intento de justicia.
En Argentina, el escenario no es distinto. Cornaglia recordó que desde hace más de quince años organizaciones socioambientales impulsan proyectos para regular el uso de agrotóxicos, alejar las fumigaciones de zonas pobladas, escuelas y cursos de agua, y promover la agroecología. Sin embargo, esas iniciativas ya perdieron siete veces estado parlamentario sin siquiera ser debatidas. “Se prioriza el negocio y el ingreso de divisas por sobre la salud de la población y de los territorios”, señaló.
A eso se suma otra barrera: muchas veces las denuncias ni siquiera son tomadas. “En las comisarías o ante las autoridades locales se minimizan los hechos, no se registran las experiencias y las personas quedan completamente desprotegidas”, advirtió Cornaglia. Así, la combinación de denuncias que no avanzan, leyes que no existen y exigencias judiciales imposibles termina consolidando un escenario de impunidad: un blindaje que protege al modelo extractivista y deja a las comunidades afectadas sin justicia ni reparación.
Continuar la lucha
"Madres de Ituzaingó" es una organización de mujeres de un barrio de Córdoba que, a comienzos de los años 2000, empezó a detectar una alarmante cantidad de problemas de salud en sus hijos. Vivían rodeadas de campos de soja y denunciaron que las fumigaciones llegaban hasta las puertas de sus casas. Su lucha logró un fallo judicial en 2009 que prohibió fumigar cerca del barrio y, en 2012, una condena penal contra los responsables. El caso se volvió emblemático y abrió un debate público sobre la toxicidad de los agrotóxicos.
Para Rosero Arteaga, estos avances siguen siendo excepcionales, pero marcan un camino posible: “Mi recomendación principal es que, ante una fumigación, las personas se apoyen en los movimientos de base, como Paren de Fumigarnos, o en instituciones como el Instituto de Salud Socioambiental, que tienen evidencia y pueden articular contactos de apoyo”.
La exposición a agrotóxicos no impacta sólo en los cuerpos, sino también en los proyectos de vida. Muchas comunidades se ven forzadas a desplazarse y numerosas mujeres deciden no gestar por miedo o imposibilidad. “Se repite mucho el fenómeno de familias que dejan las grandes ciudades buscando una vida más tranquila o la posibilidad de formar una familia, y terminan encontrándose con un verdadero infierno en esos pueblos”, advirtió Cornaglia.
Aunque con menor intensidad, los agrotóxicos también llegan a las ciudades a través del agua, el aire y los alimentos. Arteaga remarcó que no existe un uso seguro de estas sustancias: “Incluso dosis bajas o residuos en los alimentos pueden afectar procesos hormonales sensibles, provocar abortos espontáneos, infertilidad y complicaciones durante el embarazo”.
Cuidar a las niñeces y a sus familias, coincidieron, implica disputar un modelo extractivista que prioriza la rentabilidad por sobre la vida. En ese sentido, Cornaglia recordó que Argentina fue el primer país del mundo en aprobar la producción de trigo transgénico, en 2020, profundizando un esquema que sigue expandiéndose mientras las consecuencias sanitarias continúan acumulándose en los territorios.


