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Cuando la crueldad deja de funcionar como estrategia política

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La derrota electoral de La Libertad Avanza en la provincia de Buenos Aires no es solo un tropiezo circunstancial ni una mera cuestión de número de bancas obtenidas. Es un mensaje claro, profundo y preciso: la sociedad bonaerense parece haber puesto un freno a una estrategia que pretendió convertir la crueldad en método político. Durante demasiado tiempo, se insistió en que la humillación y el caranchaje podría reemplazar a las ideas, que el insulto podía ocupar el lugar de un proyecto, que fake news podían suplir la ausencia de respuestas concretas. Esa apuesta mostró sus límites.

El fenómeno (barrial) de Milei había irrumpido con la fuerza de lo disruptivo: gritos en prime time, motosierra en mano, mencionar términos como “mandriles” o “niños envaselinados” la desmesura como estética y el enojo como identidad política. En su momento, esa narrativa sirvió para interpelar a un sector cansado de la política tradicional. Pero la pregunta que hoy se impone es otra: ¿hasta dónde se puede sostener un proyecto que solo ofrece hostilidad? ¿Qué horizonte se construye cuando la crueldad se transforma en el centro del discurso, pero no hay acciones reales que beneficien a un pueblo que lo vota?

La derrota en Buenos Aires deja en evidencia que la respuesta no es alentadora. La crueldad puede ser el puntapié inicial, pero no el motor que conduzca a buen puerto. Puede encender pasiones pasajeras, pero no teje confianza duradera. Puede provocar miedo o fascinación, pero nunca asegura estabilidad. Lo que ocurrió en las urnas es la constatación de que la política, tarde o temprano, exige algo más que gritos y descalificaciones. Exige propuestas, soluciones, empatía, capacidad de gestionar lo común.

En campaña, La Libertad Avanza apostó a un guion ya usado: el pueblo contra la casta, los honestos contra los corruptos, la gente de bien contra los parásitos. Esa división tajante, sumada a una retórica de desprecio hacia los pobres, los feminismos, la comunidad LGBTIQ+, los laburantes, los jubilados, las personas con cáncer, buscó instalar la idea de que la crueldad era la forma más sincera de la verdad. El votante debía agradecer la falta de filtros, como si la ofensa fuera sinónimo de autenticidad. Sin embargo, esa fórmula mostró rápidamente sus fisuras. El insulto permanente, lejos de interpelar, empezó a saturar. La burla constante, en lugar de desarmar adversarios, erosionó al propio emisor. Y la crueldad, que al inicio parecía un gesto de rebeldía, se reveló como un signo de debilidad.



La provincia de Buenos Aires tiene un peso simbólico y material que convierte cualquier resultado en lectura nacional. Y en este caso, la señal es contundente: la sociedad demanda otra cosa. No basta con identificar enemigos, es necesario construir un horizonte compartido. No alcanza con señalar culpables, se esperan políticas públicas. Echarle la culpa al gobierno anterior puede funcionar los primeros seis meses, ya no. No sirve incendiar los consensos básicos, si no hay capacidad de ofrecer alternativas.

La estrategia de la crueldad descansa en un supuesto: que el enojo social es infinito, que la bronca puede reciclarse una y otra vez sin costo político. Pero la experiencia demuestra lo contrario. La bronca, sin cauce, se disipa. La rabia, sin dirección, se agota. Y cuando la crueldad se convierte en el único idioma, termina desnudando la impotencia de quienes no tienen nada más para decir.

El discurso político de La Libertad Avanza hizo de la crueldad un espectáculo. La política convertida en show televisivo, con insultos virales y frases diseñadas para la indignación inmediata. Pero gobernar no es un trending topic. Gobernar no es acumular retuits ni convertir el prime time en un ring. Gobernar no es competir quien tiene mas likes para hacer ratio en Twitter. Gobernar es lidiar con las contradicciones de lo real: pobreza, inflación, desigualdad, inseguridad. Y es allí donde la crueldad muestra su verdadero límite. Porque ningún insulto llena una heladera. Ninguna amenaza paga un alquiler. Ningún discurso de odio garantiza una escuela funcionando o un hospital con insumos.



La derrota en Buenos Aires desnuda una paradoja: lo que antes fue una fortaleza, hoy se convirtió en un peso muerto. La crueldad, que en campaña podía seducir como gesto antisistema, en la gestión es percibida como incapacidad. Y cuando los resultados no acompañan, el recurso a la violencia verbal ya no parece irreverente, sino desesperado.

La política argentina conoce de ciclos. Hubo momentos en que la promesa tecnocrática se agotó, en que la retórica mesiánica perdió magnetismo, en que los relatos de unidad se convirtieron en jirones. El domingo 7 de septiembre de 2025 asistimos al agotamiento de la crueldad como estrategia. Y tal vez ese sea el aprendizaje más profundo que deja esta elección.

El desafío hacia adelante no es menor. ¿Puede La Libertad Avanza reconstruir un discurso sin depender del insulto? ¿Puede transformar la indignación en un proyecto, la denuncia en una propuesta, el show en política? O, dicho de otro modo: ¿puede abandonar la crueldad como núcleo? La respuesta no está escrita, pero la advertencia de las urnas es clara.

Más allá de las críticas partidarias, lo que esta derrota expone es una lección democrática más amplia: la política no puede ser solo violencia simbólica. Porque la crueldad puede incendiar, pero no ilumina. Puede destruir, pero no construye. Puede distraer, pero no resuelve. La provincia de Buenos Aires dijo basta, y lo hizo en el terreno que más duele a cualquier fuerza: las urnas.

De ahora en más, la pregunta es inevitable: ¿qué pasará si se insiste con el mismo guion? ¿Cuánto tiempo puede sobrevivir un proyecto que apuesta al desprecio como política de Estado? Quizás la derrota de Buenos Aires no sea el final de una fuerza, pero sí el principio del fin de una manera de entender la política. Y si así fuera, será una excelente noticia para la democracia que si bien está débil, aún está presente.

Diseño de portada: Taiel Dallochio



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