Érase una vez un rey que tenía un hijo, y cuando este se volvió mayor deseó que estuviese bien casado y cuidado, pero el príncipe no se conformaba con ninguna muchacha del reino.
Al monarca le preocupaba mucho la situación del joven y quería encontrarle una esposa perfecta.
El soberano decretó que toda joven soltera solo estuviese disponible para el príncipe con la esperanza que alguna lo embelesara. Organizó fiestas y cenas donde todas las doncellas del continente fueron fuertemente persuadidas en asistir y dejarse cortejar por el heredero del trono, pero no eligió a ninguna. Según sus expectativas, ninguna de ellas era lo suficientemente joven, bella y dedicada.
Era sabido que del otro lado de la ciudad vivía un hechicero poderoso que podía conceder cualquier deseo al precio justo: un contrato mágico que obligaba a cumplir o morir.
El rey mandó a un grupo de esclavas a traer al mago, temía que su hijo se acostumbrase a las atenciones de todas las doncellas que le había conseguido y no se casase jamás.
El rey le exigió al hechicero que le fabricara una buena esposa para su hijo y, de paso, una magnífica nuera.
—Tiene que ser joven —le dijo.
—Entonces va a renacer como el alba —le prometió.
—Tiene que ser bella.
—Entonces será hermosa como la flor del bosque.
—Tiene que ser dedicada.
—Entonces será inspiradora y entrañable.
El monarca quedó satisfecho con sus respuestas y para poder despedirse apropiadamente le pidió que se quitara la capa. El hechicero se negó.
—Para cerrar este contrato solo pido que, a cambio, no pida revelarme ante usted hasta después de que le entregue a la doncella.
—Muy bien —respondió y le permitió partir.
Después de tres ciclos lunares el hechicero volvió al castillo con la futura esposa del príncipe. Al verla el rey se escandalizó.
—¡Esta mujer no es ni joven ni bella!
—¡Oh, pero si lo es! —respondió el mago —¿No ve cómo la miran las mujeres del castillo? ¿No es prueba suficiente?
El gobernante miró a cada esclava, concubina y sirvienta, cada una parecía imantada a la doncella, por lo que creyó en sus palabras.
—Además —agregó el mago —puedo asegurar que es dedicada a su causa.
El rey la aceptó y ordenó que la escoltaran a sus aposentos.
Al día siguiente, le entregó la muchacha a su hijo. El príncipe la miró horrorizado y se negó rotundamente a casarse con ella:
—No es ni joven ni bella.
—¡Pero verás cómo la miran las mujeres del castillo! Será una gran reina y esposa. En todo caso, puedes mantener tus miles de doncellas.
Después de meditarlo un rato, el joven aceptó.
Lo que ambos ignoraban es que las esclavas no habían llevado al hechicero, sino a la gran bruja del bosque, quien usó magia para disfrazar su voz y engañar al rey. Tampoco sabían que en toda la ciudad había muchas mujeres organizadas y que durante esa noche se infiltrarían al cuarto de la prometida.
Ahí se reunieron para repasar el plan y los planos, para abrazarse, besarse y darse fuerza y coraje. También para recordarse lo que las llevo a estar ahí esa noche. Un último abrazo, y partieron cada una a su posición.
La prometida se dirigió a las recámaras del rey y el príncipe ya que era la única que poseía una copia de las llaves, un supuesto obsequio prenupcial. El resto fue a los cuarteles de vigilancia y las bodegas donde los guardias bebían hasta desmayarse. Cerraron todas las puertas con llave y abrieron los portones del castillo. Todas las mujeres del reino estaban esperando afuera. Entraron y vaciaron los depósitos, alacenas y roperos, recuperando todo lo que era suyo.
Un guardia, que se había emborrachado hasta dormirse en el baño, despertó y derribó las puertas liberando a todos. Descubrieron, para su disgusto, que las mujeres estaban acampando alrededor del castillo. El viejo monarca las miró desencajado “estas están todas locas”, pensó.
Durante una semana se manifestaron en las puertas de la fortaleza, pintaron las paredes, cantaron y gritaron. Cuando caía la noche, hacían fogones y bailaban, leían poemas y la batucada nunca paraba. No existía el silencio para nadie dentro del castillo, solo aullidos rebeldes y sin miedo. Repartieron folletos y, de a poco, más mujeres, incluso de otros reinos, se agruparon con ellas para crear una marea que hundía más y más la tiranía de la realeza.
El rey mandó a llamar a las lideresas del grupo y conspiradoras contra el reino y se congregaron todas hasta rebalsar el castillo de violeta. Él exigió la presencia solo de las cabecillas: ninguna se fue. Miró a todas las mujeres intentando parecer desafiante y reconoció la capa del hechicero.
—¡Usted! ¡Traidor! ¿Qué hace con estas mujeres? Exijo que me muestre su rostro.
La bruja bajó su capucha y el monarca la reconoció.
—¡Bruja! ¡Nunca haría trato con una maldita bruja! —berreó.
—Yo nunca quebranté ningún punto de nuestro contrato, sino hubiese muerto. La muchacha es joven en ideas y con experiencia como el alba, y es salvajemente bella y peligrosa, como la flor que crece en libertad —y se dirigió a sus compañeras —como todas ellas. Inspiradoras y entrañables.
—¿Y qué es lo que tanto quieren? —dijo irritado —¿Qué tengo que hacer para que nos dejen en paz? ¿Joyas? ¿Vestidos?
—Ser libres —respondieron todas, y la bruja hizo aparecer un contrato que contenía proyectos de ley, investigaciones, datos, así como experiencias y la voz de incontables mujeres.
El soberano las miro desencajado.
—Esto es ridículo, si pueden hacer lo que quieren.
—No, no podemos —y le dieron una semana para leer y firmar.
El rey quemó el contrato mil veces, y mil veces volvió a aparecer en su escritorio. La batucada seguía sonando y no había forma de apagar los gritos, hasta que un día, harto, cansado y sin más miramientos, el monarca firmó. Cuando ellas regresaron les arrojo las hojas a los pies.
—¡Ya está! ¿Felices y tranquilas? ¡Ahora, fuera!
—Ah no —respondieron —Ustedes se van.
Uno de los incisos del contrato especificaba que, para cumplirlo, ellos debían abandonar todos sus privilegios y responderían por sus acciones.
El rey, príncipe, y todos los demás fueron juzgados y sentenciados, y los cimientos de su sistema opresivo y paternalista comenzaron a caer.
Fue así como destronaron a los déspotas y su régimen misógino, y dieron los primeros pasos hacia una sociedad más justa, equitativa y libre.
No hubo casamiento.
Fin.