¿Escuchaste hablar de “Mia moglie”? Seguro que sí, estas semanas vimos esta noticia recorrer varios medios y redes de influencers. Por si te agarra en la luna, es el caso de un grupo con alrededor de 32 mil miembros varones que funcionaba desde 2019 donde se compartían fotos íntimas de esposas, novias, amigas o familiares. Estuvo activo durante seis años y recién fue dado de baja por Meta después de denuncias colectivas y la presión pública impulsada por la escritora y activista Carolina Capria. Las imágenes eran cotidianas —en bikini, cocinando, en el sillón— y muchas de ellas habían sido tomadas o manipuladas con inteligencia artificial. La consigna era simple y brutal: “Esta es mi esposa, ¿qué le harías?”
Si bien este hecho parece aislado, no lo es. En Argentina, conocemos experiencias similares: el grupo de Telegram “Los Magios”, con más de 11 mil miembros en Tucumán, o los casos recientes en escuelas de Entre Ríos y Buenos Aires, donde estudiantes crearon y vendieron imágenes sexualizadas de sus compañeras editadas con IA. Son prácticas que se repiten en distintos países y plataformas, y que exponen la dimensión de un fenómeno global.
Las víctimas: en su mayoría son mujeres jóvenes (70 por ciento) de las cuales solo el 7,4 por ciento llegan a hacer una denuncia formal, según datos del Fondo de Población de las Naciones Unidas Argentina (UNFPA). La impunidad se alimenta de la falta de confianza en las instituciones, del miedo a la revictimización y de la idea de que “no va a pasar nada”. Pero, ¿qué pasa cuando el hombre con el que compartimos la vida, la cama y hasta los secretos más íntimos decide exponer nuestro cuerpo como un trofeo en internet? ¿Hasta qué punto la complicidad masculina expresada en violencia digital rompe todo límite?
“Mia Moglie" nos recuerda que la cultura del abuso no se limita a un callejón oscuro ni a un extraño encapuchado que nos agarra por la calle. Habita en lo cotidiano, en lo familiar, en el compañero de clase, en tu mismísimo novio. Y frente a eso, ¿qué carajo hacemos nosotras?
Por suerte, y digo por suerte porque realmente lo creo, en Argentina contamos con la Ley Olimpia (27.590), que desde 2020 reconoce la violencia digital como modalidad de violencia de género que busca silenciar, intimidar y limitar la participación de mujeres y disidencias en línea. Pero la brecha entre la letra de la ley y la realidad sigue siendo enorme. Según el informe “La violencia digital necesita justicia” (2024) de UNFPA, 1 de cada 3 mujeres en Argentina sufrió VGD y el 70 por ciento modificó su uso de las plataformas tras sufrir abuso o acoso digital.
La responsabilidad de las plataformas digitales no puede quedar fuera de discusión. Meta tardó seis años en cerrar “Mia Moglie”. Y mientras tanto, los mismos grupos resurgen en otros entornos como Telegram o WhatsApp, espacios donde la moderación es casi inexistente y terminan siendo mercados digitales masivos de misoginia, disfrazados de foros de “entretenimiento” que apuestan a una complicidad masculina inaudita. Prácticas que se alimentan de la pornografía mainstream, de la falta de educación sexual integral y de una masculinidad que todavía se mide en términos de dominación.

El pacto
¿Qué dicen estos casos sobre la cultura que la sostiene? Lo que muestran “Mia Moglie” y sus espejos locales no son sólo la perversidad a la que pueden llegar algunos varones sino que pone en evidencia el andamiaje cultural que naturaliza la exposición del cuerpo femenino como objeto de consumo. Pero, lo que aún más me preocupa, es la intranquilidad con la que vivimos o, mejor dicho, con la que intentamos sobrevivir. No alcanza con que Meta cierre un grupo o que Telegram elimine un canal: se trata de cuestionar esa idea de que la intimidad de las mujeres está disponible para el entretenimiento masculino.
Mientras algunos siguen pensando que las feministas somos exageradas, casos como el de Gisèle Pelicot —violada por más de 50 hombres durante 10 años gracias a que su marido, Dominique Pellicot, la dormía para que esto sucediera— nos destruyen, por momentos, todos los ideales de que alguna vez el miedo cambie de lado.
Porque hubo hombres que dijeron que no, que no querían participar. Pero ninguno alertó a la Justicia francesa de lo que estaba pasando. Esa complicidad silenciosa, que juega su mejor papel siendo siempre parte de la violencia; como si siempre estuviera la certeza de que lo que se hace contra nuestros cuerpos no tendrá consecuencias, porque siempre habrá un pacto masculino, más poderoso, que lo va a poder encubrir.
Lo íntimo y lo público
Lo más perturbador de todos estos casos es que no se trata de un extraño que irrumpe en la privacidad, sino de la persona con la que compartimos techo, rutinas y afectos. El hogar, espacio de refugio, se convierte en el escenario de las violencias más devastadoras. Una intimidad vulnerada y entregada al consumo y placer ajeno. Una exposición sin consentimiento que desarma por completo un pacto básico de confianza que debería sostener cualquier vínculo amoroso.
Pero claro, no nos sorprendemos, si de esas escenas ya estamos acostumbradas. Van 164 femicidios en lo que va del año y el 80 por ciento de estos fueron ejecutados por parejas, ex parejas o familiares, según informa el Observatorio “Ahora que sí nos ven”.
La violencia digital que nace en el seno del hogar tiene un componente doblemente cruel: no solo vulnera, también arrasa con la seguridad afectiva. De pronto, lo íntimo deja de ser un espacio propio y se vuelve un territorio colonizado por lo externo. La cama, la cocina, el living, ya no son espacios de lo cotidiano, sino más bien escenarios de un espectáculo no elegido.
La VGD no se trata de algo “menor” ni de un simple juego anónimo, es una agresión que, igual que un femicidio, busca disciplinar y someter, romper la confianza y controlar la vida y el cuerpo de las mujeres. La misma lógica de posesión que termina en un femicidio es la que habilita a un hombre a subir fotos de su esposa a un grupo de 30 mil varones y preguntar “qué le harían".
Si lo íntimo puede ser usado como arma, ¿qué estrategias nos quedan para no vivir en una alerta permanente? ¿Podremos, algún día, arrebatarles esa impunidad? Porque lo íntimo no debería ser un campo de batalla y, sin embargo, lo es: ahí se juega todos los días nuestra libertad. Aunque creo que la verdadera pregunta nunca estará en qué hacemos nosotras, sino más bien hasta cuándo ellos van a seguir creyendo que no hay consecuencias.
Diseño de portada: Taiel Dallochio
